Lucía de Leone, “El tiempo del poema”

BazarAmericano, mayo-junio de 2023, nº 88

El poeta y el buey, último libro de Lucas Soares, quien además se dedica a enseñar e investigar filosofía, reafirma un gesto cuyos rastros ya advertimos en algunos de sus poemarios anteriores. Entre obsesión personal, su saber hacer y decisión estética, el poeta disuelve (aunque nunca del todo) el universo del yo del que tanto solemos leer aquí y allá, para llevar la fábula hacia universos referenciales menos frecuentados. ¿De qué hablar en poesía? En la tradición de los poemas clásicos o del Siglo de Oro español y en serie con una pulsión narrativa que no está dispuesta a abandonar todavía el espacio poético, su escritura muestra afán por la construcción de personajes, tan ajenos a él mismo que a veces resultan o bien en la “pura cosa” y abstracciones o bien desbordan de materia y animalidad no humana: la segunda persona innominada de Roña (2013); las soñadoras en El sueño de ellas (2014); los daneses inubicados, la sorda, el psicótico en La sorda y el pudor (2016); el alcohol y la literatura en La médium (2019), el poeta y el buey en su reciente poemario, por situar algunos emergentes.

El título nos pone en clima de inmediato y lo anticipa todo; se dice “el poeta” y se dice “el buey”. La posición atributiva hace del poeta y del buey una sustancia definida, que precedida por artículos determinados establece un pacto de entendimiento entre hablante/ oyente o escribiente/lector: no se trata ni de cualquier poeta ni de cualquier buey (hay un definido) sino de esos sobre los cuales será posible conceder un predicado y entablar asociaciones. Un determinado que, digo convencida, le gana al universal que está latente en esa construcción sintáctica. De igual forma, la estructura del poemario se preanuncia desde los paratextos en tanto título y contratapa funcionan como otras variaciones del gran motivo ordenador del libro: “hay cosas que tienen/ el mismo nombre/con distinto significado/ un buey vive/ y un poema/ también vive/ pero vivir no es/ lo mismo para el buey/ que para el poeta”. Es eso que el poeta repite una y otra vez, con diferencias en cada ocurrencia para desbaratarlo todo en cada fragmento.

Poeta, buey, vida, muerte, animal no humano, hombre forman un continuum sobre el que Soares opera con inmensa gracia actualizando una versión del método diseminativo recolectivo, que consiste en repartir palabras a lo largo de los poemas para relacionarlas todas juntas en una zona determinada. Desde ese mismo sistema reflexiona sobre el lenguaje, el arte de usar, combinar, revivir palabras e instalar una génesis arbitraria para la poesía: “según el orden/ al escribir un poema/ los versos son/ anteriores a las palabras”. En el origen, parece haber sido el verso. Y el buey, agrego, ese macho bovino, el castrado que cuenta con una larga tradición de santidad en la tradición egipcia y greco-romana. Pero buey es una palabra también, bella palabra (mucho más atractiva en su sonoridad que “toro”, según el autor) aunque se trate de un monosílabo con triptongo, difícil de pronunciar cuando se aprenden las propiedades de las clases de palabras. En el cruce entre belleza y dificultad, entre santidad y explotación animal, entre objeto de culto y bestia de carga, el buey encuentra como palabra, como referencia y como relación lógica, una excusa para decir (la predicación) y para estar en (la inherencia) el espacio poético.

Acostumbrados los lectores a pasearse por los diversos escenarios de sus otros libros, que de alguna forma moldeaban la imaginación poética –desde ciudades europeas, playas, el campo y el Lawn Tennis Club a calles porteñas atestadas de “Compro Oro”, la plaza de la infancia, el hueco para espiar a la chica desnuda o la avenida del Libertador miniaturizada en un monoambiente–, ahora ingresamos sin más y quedamos a la intemperie en una deslocalización absoluta, que sólo encuentra polos de emplazamiento en la escritura poética. ¿Dónde están el poeta y el buey del libro? ¿En qué parte será posible por fin que el buey atropelle al poeta? ¿Hacia dónde queda la muerte que se proclama contraria a la vida, tanto del poeta como del buey?

Si algunos otros libros de Soares hacían avanzar la trama (los suyos son poemas de trama) por el contrapunto entre forma y contenido (el pescador y el pequeño emperador separados por el blanco de página) o habilitaban sentidos expandidos en la convivencia de varias voces poéticas (las que sueñan, quienes median, las sordas, los enfermos mentales, las citas textuales), aquí nos enfrenta a una experiencia extraña, que oscila entre seguir las pistas del niño en sus juegos –que recuerda a su padre o que hace travesuras con amigos– y atender la búsqueda del filósofo por el saber. En el intermedio, en el “gris” que tanto se lexicaliza en el poemario, aparece el poeta para hablar del poeta sin dejar marcas personales en la enunciación (“las cosas se dicen solas”) y jactarse con trampas, que quieren pasar por sutiles pero que nos introducen en un universo de enlaces cada vez más complejo.

Este libro es como ahí mismo se dice que son las relaciones, cuya mismidad es un todo a la vez. El poeta y el buey es una sucesión de silogismos que se preguntan por la verdad o falsedad de las uniones y desuniones en las que entran el tiempo, el lugar, la acción, la cualidad, la afirmación y la negación; un cúmulo de fragmentos que podrían proceder tanto de la refranesca como del dictum presocrático; un derivado potente y siempre desviado de las teorías referencialistas del lenguaje; una combinatoria de un mismo motivo al que en ocasiones se pone en primer plano, se lo arrastra en travelling o sobre el que, por momentos, se hace zoom in; una lección de gramática que establece pautas claras en el ordenamiento morfológico y sus efectos en la sintaxis y la semántica; un solo poema distribuido según órdenes matemáticos de base lingüística (el decirse de) y de base ontológica (el estar en), inspiraciones confesas en los escritos de Aristóteles. O mejor, todo eso junto y al mismo tiempo, como en un aleph.

Si siguiéramos la afirmación de Cratilo que Jorge Luis Borges recoge en “El golem” o adhiriéramos a teorías del referente lingüístico, tendríamos que aceptar que el nombre es arquetipo de la cosa. Y que la rosa está en las letras de “rosa” y que todo el Nilo habita en la palabra “Nilo”. O también podemos tomar la huella que traza el buey en su andar y ver cómo “cuando las cosas se dicen solas” (sin referente, sin lenguaje, sin palabra, sin inscripción material), aparece el poema en su propio tiempo, en el que vive el poeta, se asienta la escritura, y atropella el buey, ese buey.

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“Entiendo la escritura poética como un espacio de juego y de libertad”

Entrevista de Julián Álvarez Sansone para Cronistas Latinoamericanos, 9 de diciembre de 2022

Lucas Soares publicó los libros de poesía: El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006), Mudanza (Paradiso, 2009), Roña (VOX, 2013), El sueño de ellas (Bajo la luna, 2014), La sorda y el pudor (Mansalva, 2016, Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes), Un drama eléctrico (Caleta Olivia, 2016), La médium (Mansalva, 2019) y El poeta y el buey (Caleta Olivia, 2021). Es profesor de filosofía en la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET, y autor de libros y ensayos sobre las relaciones entre filosofía y poesía.

En esta entrevista, el autor de El poeta y el buey (Caleta Olivia, 2021) nos presenta las claves de su último libro. Reflexiona sobre el lenguaje y el arte de usar las palabras para construir poemas y también sobre la escritura como refugio. Además, nos habla de sus futuros proyectos literarios y nos cuenta cómo usó la beca de Creación Literaria del Fondo Nacional de las Artes.

¿Cómo fueron tus inicios en la poesía?

El disparador de mi escritura poética fue la lectura de un par de libros de poesía que me recomendó mi padre, que era escritor y periodista cultural. Recuerdo puntualmente tres que en mi adolescencia me marcaron y me llevaron a escribir poesía: Circus, de Leónidas Lamborghini, con su serie de poemas encabezados por el “Como el que…”; los poemas de Tristan Tzara en la Antología de la poesía surrealista, de Aldo Pellegrini; y Amantes antípodas, de Enrique Molina, que incluye “Alta marea”, un poema increíble sobre el tópico de la separación que en esa época releía sin parar. El momento del descubrimiento de la poesía es una experiencia imborrable. Es un acto de creación en sí mismo, ya que determina no solo una forma de leer y de escribir sino también de mirar el mundo. Un acto que incluso trasciende todo lo que podamos llegamos a escribir.

¿Cuáles son, según tu criterio, los poetas argentinos más relevantes de estos tiempos?

Más que de autores y autoras, destacaría la gran diversidad y heterogeneidad de las poéticas en boga, sin que ninguna llegue a imponerse, tal como pasaba en otras décadas. Eso es para mí lo más interesante y fecundo de esta época: la tensión productiva entre poéticas dispares.

Sabemos que dos veces recibiste la Beca de Creación Literaria del Fondo Nacional de las Artes. ¿Cómo lo usaste y qué terminaste escribiendo?

Las usé para desarrollar dos proyectos de libros que tenía empezados: El sueño de ellas y La médium. En el primero trabajé sobre una serie de sueños ajenos, reescritos e impostados en tres personajes femeninos que representan universos disímiles y a la vez complementarios. En La médium jugué con la idea de la poesía, del alcohol y del sonambulismo como médiums.

¿Por qué decidiste elaborar un poemario sobre un poeta y un buey? ¿Cuál fue el disparador que te llevó a escribir este libro?

La chispa del libro fue una distinción, que traza Aristóteles en sus escritos lógicos, entre el plano de la predicación (el decirse de) y el plano de la inherencia (el estar en). Sobre esta base lingüística y ontológica me interesó escribir un libro que explore poéticamente qué significa que algo se diga de algo y que algo esté en algo. Esta interrogación se plasma en la deriva de dos personajes, el poeta y el buey, los cuales se van enredando en ambos planos lingüístico y ontológico a lo largo de una serie que se abre a su vez a otras posibles series o combinatorias. El libro es en el fondo un solo poema que se arma en el continuum. ¿Por qué el personaje del buey? Primero porque buey “es una palabra bonita” (como dice González Tuñon de la palabra Turkestán en su poema “Escrito sobre una mesa de Montparnasse”). Segundo porque el buey es una figura que tiene su presencia en la tradición poética, y me interesó revisitarla para contrastar y hacer dialogar poéticamente su animalidad no humana con la animalidad humana del poeta.

¿Qué esperás que los lectores encuentren en este poemario?

En principio, que cada lector y lectora hagan su viaje. Que se abran a una poesía centrada en la dimensión más técnica del lenguaje. Que se interroguen en clave poética sobre el decirse de y el estar en las cosas, así como también sobre la potencia del decir literal y del ejemplo, que es de por sí un recurso argumentativo. También que experimenten el aspecto lúdico del libro, ya que me gusta pensarlo como si hubiera sido escrito por un niño que juega con los palotes del lenguaje, en ese modo de interpelación infantil de superficie clara y fondo complejo.

En tu libro planteás que “no hay contrario / de un poeta / aunque él sea capaz / de albergar contrarios”. ¿Cuáles serían las contras u obstáculos de un poeta a la hora de hacer poesía y cómo debería sortearlos?

Sin pretensión de universalizar, yo entiendo la escritura poética como un espacio de juego y de libertad, como un refugio para oponerle un poco de resistencia a los diversos lenguajes utilitarios que encorsetan nuestra vida cotidiana. Pensada así, la siento como un terreno en el que no hay nada para ganar, y donde justamente por eso todo se vuelve pura ganancia. Trato siempre de no perder de vista ese duro placer que experimento en el acto mismo de creación de un libro, ese momento en el que estás solo escribiendo y sentís que la cosa se empieza a armar. El duro placer de escribir. La escritura en el desierto y en el anonimato. Al fin y al cabo todo empezó así, y así tiene que sostenerse y terminar. Ese placer es mucho más importante que la publicación y la resonancia que pueda llegar a tener un libro, que en el ámbito de la poesía sabemos que es siempre acotada o nula. Para mí no hay nada mejor para la propia escritura que habituarse lo antes posible acerca de la insignificancia de la propia escritura.

En otro poema, planteás que “no hay un poeta que sea / más o menos / poeta que otro”. ¿Cómo explicarías o argumentarías esa afirmación?

Como creo que en poesía cuanto menos se entienda, mejor, más que explicar esa afirmación preferiría que el lector, tras su viaje por el libro, encuentre un sentido (o no) para ese verso en función del todo. El poeta y el buey intenta armar una serie en la que cada poema remite, desarma y rearma al anterior en su indagación sobre lo que se dice de y lo que está en tales personajes. En este libro, como en los anteriores, los poemas funcionan como fragmentos que se dan y a la vez se retiran la mano. El poema y/o verso suelto, desgranado del conjunto, pierde sentido.

Hay otro planteamiento también interesante en tu libro. En la página 35 decís que “un poema del presente / viene del pasado / y continúa en el futuro”. ¿Crees que la poesía en general tiene una especie de encadenamiento o concatenación con respecto a otras obras?

Sí, me gusta pensar que hay un encadenamiento e interpenetración entre los poemas del pasado y los del presente. Que a través de cada poeta hablan los poemas del pasado que le fascinaron, aunque no tengan nada que ver con lo que escriba. Me interesa sobre todo ese diálogo subterráneo en el que los poemas del pasado operan, consciente o inconscientemente, a la hora de escribir los propios. Si como dice Schopenhauer leer es pensar con un cerebro ajeno, podría decirse que escribir es pensar con poemas ajenos. Porque más allá de la singularidad del poeta, creo que el verdadero hecho poético ocurre y circula a través de ese diálogo interepocal entre los poemas. Al fin y al cabo las palabras vienen de las palabras, y tenemos el lenguaje para revivirlas.

¿En qué otro proyecto literario estás trabajando?

En una nouvelle sobre el cuaderno de una poeta.

¿Dónde y cómo se consigue tu libro?

En cualquier librería del país (Argentina) que le dé un espacio a la poesía.

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Patricio Foglia, “El pequeño emperador”

La Copa del Árbol, 2 de junio de 2022

Táctica y Estrategia de Guerra. En un posible mapa poético argentino contemporáneo, acaso las voces más atractivas sean aquellas que se desentienden de la antigua disputa entre objetivismo y lirismo (o entre objetivismo y neobarroco). Una de esas vertientes disonantes vibra desde la poesía de Lucas Soares.

 

En este mapa, en su disputa y juego, su ficha relumbra como lo que es: rara, única, bella.

 

hasta por fin llegar

adonde ya nada

se corresponde

con su respectiva figura

donde lo mismo acaba

por ser

desfigurado

por esta nueva

mirada impávida.

Es la nueva configuración

que asumen las cosas

desde su nuevo estar.

Y lo que cambia es

realmente

lo que ya no percibimos que cambia.

Lo que huye 

sin que lo persigan

 

 

el hormigueo

de un rayo de sol

que deja en tu cara

un tatuaje de luz

 

*

 

A lo largo de sus poemarios, ¿qué leemos? Ajeno a programas ya agotados, una vez más, un poeta sale en busca de su propia voz. Y emergen ciertas continuidades, obsesiones formales. Persistencias. En algunos casos, el drama familiar será también la escenografía verbal (El río ebrio, La médium); en otros, habrá un teatro del lenguaje, un goce en el roce del repliegue, como si un telón de fondo de pronto se mostrara como lo que siempre fue, el verdadero protagonista (El sueño de las puertas o el reciente El poeta y el buey).

 

Hay entonces un arco que va, digamos, desde el bolero de lo íntimo hasta el ejercicio de filosofía pragmática; un mix inquietante entre Alberto Migré y Paul Valery. Y entre una cosa y otra, la poesía de Soares formula su dialéctica propia. Una dialéctica discreta o distante, la dialéctica de un trago en copa cóctel, en manos de un dandy, en medio de la noche.

 

Ni Fichte (Tesis, Antítesis, Síntesis) ni Hegel (la potencia, lo particular, la reconducción a lo universal) ni Adorno (no, no y no). Algo así como un trago de autor y a escribir, de espaldas al mundo. La poesía, nuevamente, como el lugar en donde lo Uno y lo Otro cohabitan, en tensión o  distensión, flotantes, eróticos, reclamándose. Sin resolución, sin una tercera posición triunfante. Sin respuestas, más bien como signo de interrogación.

 

olor a lluvia lo único

que hago es ver

una película empezada

tirado en el sillón la segunda

manzana arenosa que pelo

morder sin mirar 

y sentir el gusto

de un agujero negro en

el centro de la manzana

 

 

Velar el titilar de esta llama: el fuego quemándose a sí mismo.

 

*

 

la poesía no es diván, tampoco tirar postas existenciales: es un trabajo de orfebrería con y sobre el lenguaje a partir de un núcleo de experiencia, donde se trata de que gracias a ese trabajo lingüístico se genere otra cosa, una nueva experiencia enriquecida por el lenguaje. Para que justamente el poema no se reduzca a ser un mero registro catártico de la vivencia “sufro de amor por equis”, “ha muerto mi madre”, etc., el poema lagrimita del que hablaba Lamborghini. La escritura como mero descargo vivencial es un recurso más propio de las redes sociales que de una obra literaria.

 

*

 

asunto: oye

anoche tuve un sueño

año 2050

los polos descongelados

los mares crecidos

los nevados vueltos ríos

altas temperaturas

el hombre se vuelve isleño, tropical

bonito a pesar de todo

 

en qué andas metido? tú

 

 

no hay contrario

de un poeta

aunque él sea capaz

de albergar contrarios

 

*

 

Soares se desentiende. Del legado de su padre, Norberto, periodista y escritor. De su profesión docente, de la filosofía de Platón y de las exigencias de Heidegger, Nietzsche o Badiou, que le reclaman a la poesía que vuelva de su eterno destierro para ocupar el centro de la escena.

 

Lucas Soares se desentiende de sí y esa extrañeza es una forma de mirar el mundo; entre dandy y zen, más acá o más allá de las grandes corrientes consabidas.

 

*

 

“esta cosa”

le dicen a la mente

los maestros zen

 

en China

al hijo único

se lo llama

el pequeño emperador

 

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Leandro Llull, “El poeta y el buey”

Revista Otra Parte, n° 471, 14 de abril de 2022

En este nuevo trabajo de Lucas Soares lo que prima es el juego. Partiendo del famoso poema-canción de Rafael Pombo en el que un niño le pregunta a un buey «¿En qué piensas todo el día/ tendido sobre la yerba?» y este, tras una larga explicación, le responde que lo importante en la vida es el rumiar, el libro suplanta la figura del niño por la del poeta y, junto a la del buey, la somete a una serie de variaciones que bien podrían ser una puesta en práctica de aquel consejo.

El juego se nos presenta como la posibilidad de combinaciones infinitas a partir del mismo tema. Las figuras convocadas (el poeta y el buey) van descubriendo todo tipo de relaciones entre ellas y, al mismo tiempo, van manifestando vínculos que las trascienden. El tono didáctico resulta el medio natural de la voz, pero con la salvedad de que no hay ninguna enseñanza que sea un punto de llegada predestinado para ella: «simultáneas son las cosas/ que se dan al mismo tiempo/ cuando ninguna es anterior/ o posterior a la otra// las diferencias y semejanzas/ entre un poeta y un buey/ no son anteriores ni posteriores/ sino todas a la vez».

A la manera del aforismo, del more geometrico y del fragmento presocrático, los poemas dejan a su paso el producto de una reflexión que, a medida que las páginas corren, se acumula como en un recorrido de muestra plástica. Por más que se solventen a sí mismos, la sinergia de estos textos supera ampliamente su individualidad y es imposible no recordarlos en una serie, donde la modulación y las mínimas alteraciones disparan nuevos sentidos: «hombre se dice/ del poeta// animal se dice/ del buey// del poeta y del buey se dicen/ animal y hombre».

Las variaciones operan a la manera de los cambios de tonalidad en la pintura, basta un retoque pequeño de color sobre la misma imagen para que su percepción se modifique. El punto de vista, el lenguaje matemático, los retruécanos infantiles y los hallazgos del absurdo les brindan a las escenas esa vuelta de tuerca que permite al poema encontrarse a sí mismo: «discreto es el número/ y continuo el tiempo// un buey se cuenta antes/ que dos bueyes// un poema del presente/ viene del pasado/ y continúa en el futuro».

En tal secuencia, el consejo del buey al niño queda materializado. La innovación lúdica y constante se emparenta con el acto de mascar y rumiar: «El digerir, no el comer,/ Es lo que al cuerpo aprovecha,/ Y el alma, cuerpo invisible,/ Tiene que seguir tal regla». Como los chicos que reclaman sin fin ese “otra vez” de las historias y los juegos, El poeta y el buey nos sumerge en un caleidoscopio de goce oral. Su sed de nuevas mutaciones despierta la lubricidad de las ideas que se retoman como olas en la boca: siempre con la misma fuerza, nunca idénticas, jamás inertes.

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Marcelo D. Díaz, “La médium”

Revista Otra Parte, n° 374, 28 de mayo de 2020

La escritura y la memoria familiar despiertan la atención del poeta, lo imposible muchas veces es reconstruir un punto de referencia en nuestra trama. Escribir implicaría bordear la pregunta acerca de quiénes somos. La figura de la médium y la del escritor pueden encontrar un correlato en este último interrogante, ya que ambos trabajan desde la ambigüedad de los signos e interpretan la realidad a partir de una lectura entre líneas: “cuando le pregunté a la médium / por el espíritu de mi padre / me dijo que piense / en un sonámbulo / que en medio de la noche / hace llamados telefónicos / y cambia convencido / los muebles de lugar / para escuchar el ruido / que hacen al distenderse”. A medida que nuestra memoria se activa nos vemos transformados por aquello que deseamos recordar hasta perder la propia voz y desdibujar nuestra identidad. Nunca terminamos de resolver la dimensión ni el alcance de nuestras faltas, y cada tanto consideramos que lo que aprendimos de nuestros padres es irrecuperable e irrepetible.

El sentimiento de formar parte del tronco, las hojas y las ramas de un árbol genealógico es difícil de traducir y de comunicar. El empeño de Soares no es vano: “bajo el agua con mi padre / el instructor de esnórquel / nos enseñaba con el dedo / corales con formas cerebrales / pero yo me distraía / con una pareja de peces / que iban siempre juntos”. Las imágenes son un recurso que propicia la confianza en la narrativa personal que cifró las vivencias más significativas; así podríamos recuperar también la esperanza de que nuestra experiencia en el mundo puede tener sentido.

La imagen de dos peces nadando se podría ampliar a un cardumen, con el tiempo una familia de peces flotando en la mente del poeta, y así la postal marina, casi onírica, diagramaría una emoción en la que diferentes voces terminarían reunidas en un mismo horizonte: “Mi padre escribía en unos cuadernos anaranjados Gloria, que a mí me gustaba abrir al azar, hojear y hacerles caricaturas en los márgenes. Aunque por lo general no entendía su letra, me daba cuenta de que en esos cuadernos él apuntaba frases, ideas y sobre todo comienzos de cuentos”. Qué es lo que tiene un padre de singular para decirnos, cuál es el tema y cuál es la necesidad de hablar. Por vía de la poesía encontramos una filiación, y si no la encontramos, la construimos. Asumimos que hay situaciones y vacíos difíciles de tematizar por la precariedad de la lengua, por nuestras lagunas mentales, por el vacío y la ausencia sobre los que escribimos la palabra “yo” a la hora de referirnos a las voces familiares que nos precedieron y nos enseñaron a guardar silencio.

Hay un tono narrativo en la poesía o un tono poético en una narración que se reescribe una y otra vez. No es una escritura programática pero sí orgánica: quizá, parece decir Soares, la poesía sea una manera de alumbrar zonas oscuras, borrosas y de instalar cierto orden en aquello que nos ha tocado vivir: “cuando consulté con una médium / para comunicarme con mi padre / su espíritu se me presentó / a través de ella / como un viejo imán / con un resto de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”Por encima de estos versos flota una pregunta recurrente: ¿cuál sería el corazón de lo escrito o el núcleo del poema? Y si no la respondemos, hablamos entonces de una fuerza que al descubrirla centellea hasta encandilar; lo que nos conecta con esa luz es la necesidad de escuchar una respuesta, o de encontrar una flecha con las indicaciones necesarias para llegar adonde queremos.

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Damián Huergo, “El lugar del hijo”

Cuaderno Waldhuter, 6 de mayo de 2020

Entregarle la vida a la literatura. Sea lo que sea que el enunciado signifique, varias veces me escuché repitiendo la frase que fue pasando por la boca y las manos de escritores que nacieron en el siglo XX, como un canto rodado que atesoramos en el escritorio y con el tiempo olvidamos por qué lo hacemos. En esta línea vital o suicida, todas las decisiones que hacen a una vida –laborales, geográficas, formativas y un largo etcétera que incluye amores y amigos– las fuimos tomando con un único y quizás equívoco objetivo: escribir.

Tal pulsión, al menos en mi caso, la fui sosteniendo con una certeza epifánica que se fue endureciendo desde la adolescencia hasta la actualidad: Si dejo de escribir no tengo chance de acercarme a eso que, a falta de un nombre preciso, llamamos felicidad. Hacerlo, vale aclarar, tampoco me lo garantiza, pero eso ya depende de otros asuntos que no es necesario tratar acá. Por su cualidad de irreversible, supongo, la decisión más trascendental que me costó tomar fue la de tener un hijo o no. Cada vez que me encontraba con amigos escritores, luego de hablar de lecturas, de contarnos novelas que no estamos escribiendo o de preguntarnos qué hacer con personajes que tenemos parados en el medio de la calle, les preguntaba –si tenían hijos– cómo hacían para escribir. En otras palabras, me desvelaba saber qué espacios propios mantenían, cómo protegían su tiempo, qué lugar ocupaban los hijos en su literatura.

La literatura argentina nos ofrece varios modelos de paternidad; entre tantos señalo dos antagónicos. Por un lado, la figura de Piglia que recomendaba escribir por afuera de todas las instituciones, incluso de la paternidad. Por el otro, el modelo Fogwill que, para burlarse de la recomendación de no tener hijos para escribir, decía que le daba “horror” imaginarse a un tipo poniéndose un forro todas las noches “para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora”. Fogwill sumando todas sus temporadas de progenitor alcanzó a tener cinco hijos; sin embargo, en palabras de Vera, su hija, su alardeada fecundidad se sostenía con aquello que criticaba: la puerta cerrada para que sus hijos no entren a jugar. Dice Vera en una necrológica en Radar: “Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento.”

En su último libro, La médium, el poeta Lucas Soares ensaya otro modelo de padre-escritor en donde ambas actividades conviven, se mimetizan, se vampirizan e implosionan en un mismo espacio. Lucas es hijo de Norberto Soares, uno de los escritores de la troupe de la avenida Corrientes compuesta por Miguel Briante, Jorge Di Paola y María Moreno. Un autor fantasmal, asociado a la bohemia porteña de la segunda mitad del siglo XX, que tras pelear contra sus propios fantasmas publicó un solo libro, el maravilloso volumen de cuentos Gente que baila reeditado en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia.

En la primera parte de La médium, la voz narrativa de Lucas describe una puesta en escena, una foto que construye un compañero de redacción de su padre, en donde le pedía a Lucas que se siente sobre Norberto y ambos a la par tecleen sobre una máquina de escribir. La imagen solo existe con su cualidad de ilusión, como la representación de algo que no fue pero, a la vez, concentra posibles formas reales o ficticias de esa relación. En el recuerdo del autor, escrito con una lírica condensada y entrañable, se convierte en una imagen verdadera; un deseo retrospectivo que por un instante ilumina un modelo de padre-escritor que abre la puerta de su estudio para generar un encuentro único, una comunión entre padre, hijo y literatura. En La médium, el niño Lucas es testigo del caos que digita su padre, de las llamadas telefónicas con mujeres que lo rechazan, de la suma de botellas vacías, de la frustración del escritor que solo escribe comienzos de cuentos que poquísimas veces continúa. El misterio que el autor va macerando en el libro, no es el del niño que se queda del otro lado del espejo elucubrando vidas posibles de su padre. Por el contrario, el padre lo adosa a su vida como si fuese un elemento más, algo que no necesita un trato ni una dedicación exclusiva o particular; un modo de paternidad donde el cuidado se invierte y cae en manos del hijo: “Cuando mi padre entraba en sus largas temporadas de bloqueo creativo, por las que solía deprimirse, yo le hacía prometer que cuando me fuera a dormir él se pondría a escribir”, escribe Lucas Soares.

La figura del padre-escritor que se ensaya en La médium tiene varios puntos de contacto con la que Mauro Libertella arma en Mi libro enterrado sobre Héctor Libertella, su padre. En la superficie de ambos libros se observa la elección de la forma breve y la precisión poética, el peso de ser hijos de escritores reconocidos, la inversión de roles de cuidados entre adultos infantilizados y niños-jóvenes que asumen responsabilidades de adultos no por elección propia. Pero sobre todo, brilla la posibilidad de la escritura como una herencia –voluntaria o no– que ambos padres les dejan a sus hijos; un puente de vigas flojas que tienden para encontrarse cuando ya no los puedan abrazar o esquivar en un licorería, como sucede en una imagen gris y desoladora en el libro de Soares. Escribir para ambos hijos es encontrarse con fantasmas: la literatura como médium. En la segunda parte del libro, Soares cambia el registro narrativo por una voz poética, dando lugar a imágenes oníricas, fragmentarias que, leídas en conjunto, dan cuenta del desencuentro entre padre e hijo por otros medios. Así Soares despoja a la literatura de cualquier sesgo terapeútico o psicoanalítico. Tanto en prosa como en versos, parece decirnos que aquello que está roto no podrá recomponerse mediante la literatura.

Nuestra generación ha escrito demasiado sobre los padres (sin ir muy lejos, en mi último libro, Biografía y Ficción, se mata al padre tres veces, en tres cuentos diferentes, ¡de tres modos distintos!), pero poco hasta el momento sobre nuestro hijos o, mejor dicho, sobre el modo de paternidad que vamos a ensayar en tiempos que aspiran a relaciones más igualitarias. Si cambian las formas de vincularnos con nuestros hijos y, sobre todo, la equidad de tareas y responsabilidades, ¿cómo pensamos la paternidad los escritores contemporáneos? Experimentar ese nuevo lazo afectivo, ¿cambia nuestra literatura?

Es un misterio cómo puede tocar la paternidad la obra de cada escritor. En su último libro, Cameron, Hernán Ronsino volvió a la forma breve y a explorar con acierto voces ajenas a su universo. Cuenta que no hubiese sido escrito sin la presencia de su hija, con las demandas propias de la relación, en un departamento mínimo que habitó en una residencia en Zurich. Algo similar plantea Francisco Bitar, cuando dice que los cuentos de Acá había un río lo escribió con su primera hija a upa, en un cuaderno, a mano, asumiendo en su estética las condiciones materiales que fomentaron su poética concisa, sinóptica y personal. Por mi parte, recién llevo un mes bailando la música de la paternidad. Este texto es lo primero que escribo, en los intersticios del sueño, de la noche recuperada, de la siesta infinita de la cuarentena. Aún no puedo identificar qué me sucederá como escritor, ni en qué modelo de padre-escritor voy a decantar. Sin embargo, en estos días empecé a percibir cierta transformación en los manifiestos internalizados. “Entregarle la vida a la literatura” se transformó en una piedra pesada, horadada con la alienación sacrificial que ahora no me interesa corresponder. En todo caso, pienso, mientras tomo apuntes en un cuaderno con mi hijo en brazos, que, de acá en más, elijo entregarle la literatura a la vida, sea lo que sea que esa frase signifique.

Link a la reseña

Federico Penelas, “La persistencia del desecho”

Espacio Murena, 23 de marzo de 2020

Una escena se repite en La médium: niños, púberes, adolescentes, que miran un desecho desde el balcón. Un almohadón, un libro, una bolsa con un animal muerto. La persistencia de lo desechado y sus distintos destinos. La escena es impúdica; los niños, púberes, adolescentes, espían lo desechado y, así, no lo dejan ir. La distancia que la altura impone les da la impunidad de la contemplación y, a la vez, los magnetiza. Magnetismo no como unión, o sí, pero como unidad que da el desapego. Ese espacio que da la distancia –el espacio entre la infancia y los desechos, ese espacio con lo que se repele– los cautiva y los mantiene atentos. Es que el descubrimiento infantil de los imanes se fascina más con la repelencia que con la atracción. La vivencia de lo inacercable es mucho más lúdica y morbosa que la de la inevitabilidad del contacto, pues ya no se trata de acción a distancia, sino que la distancia misma es la acción.

La médium no es otra cosa que la poetización de la narración de esa distancia magnética. El texto mismo propone la hipótesis de la atracción por la distancia infranqueable que da la oposición de los polos idénticos, el magnetismo negativo: “un viejo imán / con un dejo de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”. La identidad de los imanes los aparta, aunque el desgaste de uno de ellos permite una cercanía mayor. Pero la clave de la poetización está en la conciencia de la distancia, por eso la repetición de esa imagen del balconeo contemplador de lo perdido.

La médium se distancia así de El río ebrio, aquel otro poemario de Lucas Soares atravesado por el tema de la ausencia/presencia paterna. Catorce años después de aquel libro dedicado a su padre Norberto, Soares vuelve a lidiar con su espíritu, el cual, dice, “…se me presentó / a través de ella”. La irrupción años atrás del extraordinario Black out de María Moreno hacía pensar en cómo habría leído Soares aquella crónica en la que son centrales los relatos en torno a la figura de su padre Norberto. No cabe duda, ahora, de que esa lectura devino en este nuevo abordaje poético. La médium es, así, María Moreno, quien cierra el libro con el texto de contratapa. Es a través de la médium Moreno que La médium ajusta cuentas con El río ebrio. El ajuste es una operación de tramitar la distancia tematizando la distancia (de habitación a habitación, de auto a auto, de la farmacia a la licorería). El tiempo que ha pasado permite enfocar el espacio infranqueable que une a padre e hijo a través de un relato de caída, como el del almohadón fetiche. La contemplación de la caída que la médium provee es lo que instaura ese “aire magnético”.

La distancia entre La médium y El río ebrio –la que narra los nuevos ojos del hijo al contemplar al padre, ahora caído, desde la distancia que da ver, ahora, desde la altura de la adultez definitiva– se ejerce a través de una serie de desplazamientos en el registro. Del tecleo viril (con “dedos gordos”) de la máquina de escribir (que en La médium solo aparece en la lejanía de una fotografía), a los cuadernos manuscritos y, finalmente, a la voz impotente en el teléfono. Del padre “ebrio” al padre “borracho”. Y, sobre todo, de la dignidad de la copa de vino, a la obscenidad del vaso de whisky. El whisky es el conjuro a través del cual la médium Moreno le planta al poeta el espíritu gastado del padre distante. El whisky que apenas era metonimizado en El río ebrio a través de la imagen de “los cubitos”, para ser ocultado detrás del vino que permitía la imagen de un río vital, ahora, en La médium, está en el proscenio de la escena como sinécdoque de la caída.

Sin embargo no todo lo caído corre el mismo destino. El almohadón (fetiche de la idealización del niño) se pudre; el murciélago (figura de la amenaza de la sombra hamletiana del padre) confirma su muerte al, finalmente, no salir de su bolsa mortaja. Pero el libro (lo que queda escrito) es reciclado, salvándose de un destino de deterioro y olvido. El libro es, a su vez, “el libro de los Testigos”; claro, como la médium Moreno que con su propia escritura encendió la llama del hijo.

Lo extraordinario de La médium es que, a la vez que el relato de la acción de esa presencia distante “con un resto de atracción”, es, como no puede no ser frente al descentramiento paterno, un relato de amistad, de la barra de niños, púberes, adolescentes que comienzan a configurar sus propias “grutas mentales” y se deleitan haciendo caer, “como fichas de dominó”, los apegos familiares. Si en El río ebrio la imagen es la del niño junto al padre en el bar a la espera de que se termine el vino, en La médium la escena en la que el padre, a lo lejos, apenas respira sus palabras de sonámbulo borracho de whisky, se completa con la del hijo en compañía de la banda que encuentra su propia voz.

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Laura Camargo, “La médium”

Sitio Indie Hoy, 27 de noviembre de 2019

La relación paternofilial ha sido el leitmotiv de muchos libros. Dentro de ellos, podemos nombrar Carta al padre de Franz Kafka, Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir, Infancia de J. M. Coetzee y La invención de la soledad de Paul Auster. Aquellos son, sin dudas, libros que ocupan un lugar especial en la trayectoria de sus autores porque, aunque algunos dicen que toda obra es autobiográfica, escribir sobre nuestros padres y la sombra que proyectan en nuestras vidas requiere coraje.

La médium (Mansalva, 2019) es el más reciente libro del poeta y filósofo argentino Lucas Soares. El texto se divide en dos partes. La primera de ellas se titula “Dandy” y está esbozada en prosa, en párrafos que sirven como cápsulas de información que contienen anécdotas de la infancia y adolescencia del propio Soares. Los personajes principales son él mismo, dos amigos de su infancia y su padre, el periodista cultural y escritor Norberto Soares.

La segunda se denomina “La médium” y está escrita en formato de poesía narrativa. En sus versos se dibujan escenas cotidianas en las que se trasluce la melancolía y el afán por comunicarse con un progenitor fallecido. La médium, más que un personaje en sí, es el nombre de ese ejercicio de evocación que, de algún modo, abre las puertas a la reconciliación con el legado paterno.

Quizá lo más valioso de este libro sea la manera en cómo las dos secciones del mismo dialogan entre sí. No se trata de una obra que permite una lectura lineal, sino que exige una revisión de todas sus páginas para armar su sentido. En cuanto a la naturaleza de sus versos, al igual que en obras anteriores como La sorda y el pudor (Mansalva, 2016), Soares propone una literatura fotográfica, que arma escenarios perfectamente reproducibles a nivel visual y con cierta carga de humor oscuro o emotividad, dependiendo del caso.

las fantasías de mi padre
dichas al oído de las mujeres
a quienes llamaba de madrugada

a veces las escucho
cuando paso de noche
por la casa del electricista
y miro uno por uno
los duendes de su jardín

o mientras veo cómo los taxis
pasan de largo a una travesti
que baila haciendo señas
en una cuadra sin luz

Al respecto del proceso de creación de este libro, Soares nos comentó: “Me llevó aproximadamente dos años encontrar la estructura para este libro. De hecho, antes de dar con su estructura final, probé distintos formatos que no me terminaban de cerrar. Lo primero que escribí fueron los relatos de la primera parte sobre la relación de un preadolescente con su padre, un escritor alcohólico y bloqueado creativamente desde hace años, y con sus dos mejores amigos. Más tarde empecé a escribir poemas que volvían sobre algunas de esas escenas”.

Por otra parte, sobre el formato elegido para las dos partes del texto, él anotó: “El criterio que seguí para el armado del libro fue como el de un disco con dos caras. Como si los poemas de la segunda parte fueran el lado B, la otra versión (cover) de los relatos de la primera parte. Quería que las dos caras del libro-disco fueran complementarias y autónomas a la vez, como dos imanes que se atraen y repelen entre sí”.

Si bien la figura bohemia de su padre ha estado presente en su obra desde su debut literario El Río Ebrio (Paradiso, 2005), es en La médium donde Soares verdaderamente se anima a viajar al pasado, a revolver en el cajón de sus recuerdos más dolorosos y más preciados y a convertir esas historias en pasajes bien construidos, aptos para la lectura por parte de terceros.

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Mario Nosotti, “Padre e hijo: herencias, pases y relevos”

Revista Ñ, Diario Clarín, 23 de noviembre de 2019, p. 20

La médium de Lucas Soares es un relato de infancia y un poético ajuste de cuentas con un progenitor.

 

“Los sábados a la noche mi padre esperaba a que me durmiera y se emborrachaba solo. Al otro día yo me despertaba alrededor de las diez y me quedaba escuchando su respiración, mirando el techo del monoambiente y el único canal de televisión que sintonizaba la antena, donde pasaban carreras de TC2000”. Hondos, intensos, de una elegancia suave y contenida, los textos de La médium se engarzan como cuentas de un collar para narrar la historia de un padre escritor (al que le cuesta sentarse a escribir y terminar sus cuentos), narrada por el hijo que ahora escribe y evoca ese período, mezcla de desamparo y resistencia, anhelo e inquietud.

Norberto Soares, que no aparece nombrado, fue un escritor y periodista que trajinó las redacciones de Acción, Primera Plana y La Opinión, donde insistía en reseñar libros de autores poco conocidos –hablamos de los años 70– como La obsesión del espacio de Zelarayán, o Las tumbas de Enrique Medina, que luego se convertirían en centrales. Autor de un solo libro, Gente que baila (reeditado por Ricardo Piglia en 2013 para la Serie del Reciénvenido), un volumen de cuentos que publicó pasados sus cincuenta años, fue un personaje oculto de la bohemia porteña, un lector exquisito y un gran conversador.

La primera de las dos partes del libro, “Dandy”, nombre del bar en el que padre e hijo solían desayunar, esparce las viñetas de esa historia astillada: los tiempos de bloqueo creativo, en los que el padre se queda escribiendo de noche y whisky de por medio hace llamadas a antiguas novias o a alguna amante para leerles el comienzo de sus cuentos; la sombra agigantada del escritor Miguel Briante (compañero de redacción de Norberto en varios suplementos culturales); u otra novia que se queda a dormir y lo asiste en su respiración dificultosa, metáfora de un tiempo sostenido en la vulnerabilidad.

El recuerdo del padre, especie de fantasma ineludible, asoma en el enorme caudal de lo no dicho, vacío que arma y tensa los apuntes de este breve libro. Y entramada a esa historia está la pubertad del propio narrador: los juegos con Lole y Hugata, amigos junto a los que construye recovecos, instancias donde dar rienda suelta a las preguntas que pulsan por salir. También está el origen de la vocación, cifrada en los potentes –aunque en esos momentos quizás inadvertidos– actos de traspaso: una foto en blanco y negro en la que a los cuatro años Lucas está sentado a upa de su padre tecleando una Olivetti, o los cuadernos Gloria en los que el escritor apunta ideas y que el hijo interviene: “me gustaba abrir al azar, hojear y hacerles caricaturas en los márgenes”.

Pero el libro no es solo un relato de infancia, es también un ajuste de cuentas con esa figura anhelada y a la vez difusa, como ilustra la escena en la que en represalia al abandono alcohólico del padre, el chico vende en los puestos de usados de la plaza de enfrente los libros que con el sello “servicio de prensa” las editoriales le envían para reseñar.

Como queda en evidencia en trabajos anteriores, a Lucas Soares le interesa experimentar con los géneros y las estructuras. Esta ficción autobiográfica propone un diálogo entre prosa y poesía pero sin mezclarlos, como la realidad y su espejo, o como la memoria y su realización escrita. La segunda parte del libro, “La médium”, está compuesta por poemas breves.

En busca de ese padre que ya no está presente, se recurre a la figura mediadora para traer del más allá no solo la voz y la presencia del progenitor, sino el espíritu de un tiempo ya irrecuperable. Y el único discurso capaz de materializar algo tan real e inasible, como el ruido que en la noche hacen los muebles al distenderse (imagen con que cierra el libro), es la poesía.

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“Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía”

Entrevista de Valeria Tentoni para el blog de Eterna Cadencia, 25 de octubre de 2019

“La poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin”, dice el poeta, autor de La médium (Mansalva) donde regresa a la figura de su padre, Norberto Soares, en clave de prosa poética y de ficción autobiográfica, de “novela poética estallada”, dice. Y también: “La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo”. 

 

“Primer piso en ochava de un edificio en Avenida del Libertador. Allí se mudó mi padre cuando se separó de mi madre. Yo tenía cuatro años y el único recuerdo que tengo de ese departamento se desprende de una foto en blanco y negro, en donde estoy a upa suyo tecleando una Olivetti”, escribe Lucas Soares en su último libro, La médium, publicado por Mansalva. Dividido en dos secciones, el tomo rodea la figura del escritor y periodista Norberto Soares (1944-1999), cuyo único libro, los cuentos de Gente que baila, fue rescatado por Ricardo Piglia en la “Serie del recienvenido” del Fondo de Cultura Económica. En su prólogo, Piglia escribía: “Estaba siempre anunciando libros que nunca escribía; los contaba a la perfección -y recitaba sus mejores páginas- en los bares, donde bebía hasta la madrugada, o en caminatas nocturnas por las calles vacías. (…) Un autor que durante años anunció a sus incrédulos amigos literatos su decisión de escribir el mejor libro posible y que al final -hecho heroico- logró escribir un libro mejor que el que había imaginado para ellos”.

Por su parte Lucas, nacido en Buenos Aires en 1974, es además de poeta Doctor en Filosofía, investigador, docente y director de la colección “La revuelta filosófica” de Editorial Galerna. Es autor de libros como El sueño de las puertas, La sorda y el pudor y Un drama eléctrico. Publicó el primero, El río ebrio, en 2005, y allí también se aventuraba hacia la memoria de aquellos días en los cafés de Buenos Aires esperando que su padre terminase de cenar con, por ejemplo, Miguel Briante, o a las escenas en el edificio de Caballito en que también vivía María Moreno con su familia. La autora de A tontas y a locas retrató a su padre en Black Out, y fue en aquella “condición de testigo ocular” de su infancia que Lucas la convocó para la contratapa. Allí Moreno dice: “La médium es menos un personaje que la metáfora del salto al vacío”.

El libro está dividido en dos partes, y en la primera nos deja con ganas de leerte más en prosa. ¿Cómo pensaste esa incursión?

Bueno, es un poco la clave de la poesía: te deja siempre con la sensación de completar los versos que faltan, la historia que falta. Cuando escribía tenía la sensación de que todos esos textos de la primera parte, e incluso de la segunda, se podían seguir prolongando, pero me gustaba esa cosa abortiva, que te deja con una resonancia. Tiene que ver también con la idea de médium, con toda esa cosa espiritista que aparece en la segunda parte. Los blancos que quedan son los mismos que te deja el trabajo espiritista con una médium.

¿Cómo pensaste al misterio, a lo fantasmático, siendo vos también alguien que viene de la filosofía?

En el caso de la médium juega la idea de retorno, en esa segunda parte se convoca a todas esas figuras que aparecen en la primera desde un movimiento más oracular, con la figura del magnetismo, del sonambulismo, del contacto, de los polos que se atraen y repelen: toda la cuestión del espiritismo mediático me interesa para pensar también la poesía, el alcohol. Son cuestiones que se me fueron aglutinando a partir de la figura de mi viejo, dialogando un poco con Black out de María Moreno, con esa versión, que obviamente es distinta porque esa es la versión de una amiga contemporánea, y esta es la versión de su hijo, que un poco sufre con esa figura alcoholizada y bloqueada creativamente.

¿Cómo te llevás con esa versión? ¿Creés que la escritura es una traición a los hechos?

Justamente ahí, en esa traición, aparece una verdad. Que es la verdad que a veces más duele. La experiencia de lectura de ese capítulo de Black out dedicado a mi viejo me dejó pensando: no importa si esto fue verdaderamente así, esto me duele más que si hubiera sido así. La versión ficcional, porque hay una subjetivación de todos esos acontecimientos, me hizo sentir que conozco mejor a ese personaje que fue mi padre a partir de ese libro que de, quizás, cartas que me escribía él, fotos que veo de él, testimonios de otras personas sobre él. Cuando todo este lenguaje se desempolva yo siento que paso a conocer más a ese personaje que fue mi padre. Siento que llego a conocer un poco más de esas capas geológicas que son nuestros padres, y también de mi propia experiencia como hijo suyo.

Tu mamá psicoanalista, seguramente había otra biblioteca en su casa, ¿a quién seguías para leer?

La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo. Y también por otro lado: él iba todo el tiempo a comer afuera a los restaurantes del bajo, y yo lo acompañaba con mis cuadernos para dibujar y sus amigos eran Antonio Dal Masetto, Briante. Obviamente me aburría, porque tomaban y las cenas eran larguísimas, pero ese fue un poco mi mundo, estaba metido ahí. Vivía entre escritores. Y veía el alcohol, imágenes que quedaron en El río ebrio, de llenarle el vaso de vino con agua a mi papá para que nos fuéramos más rápido. El alcohol a mí también se me presenta como un obstáculo en mi relación con él. El alcohol fue su médium, la escritura fue su médium…

¿Pero médium entre qué y qué?

Un médium quizás para sintonizar más consigo mismo, con su dolor. Si hay algo que nunca pude, que es el gran innombrable, en el fondo estos dos libros diría que son como maneras de tratar de entender cuál era su dolor, su dolor con mayúscula, su dolor existencial, que yo creo que pasaba por ciertas expectativas respecto de su escritura. Por eso quizás en mi caso sí hay un trabajo súper obsesivo libro por libro pero, por suerte, porque vi lo que es el tormento del escritor autoexigente, del escritor bloqueado, a mí siempre me funcionó lo contrario. Para mí la escritura es un aprendizaje, es un proceso. Qué se yo, este es el libro que salió ahora, mañana saldrá otro, quizás alguno mejor, no sé. Yo no lo puedo determinar.

¿No tenés ese nivel de autoexigencia?

No, para nada. Esa expectativa respecto de su escritura, esa cosa de creer que se puede alcanzar cierto nivel de perfección, también tenía que ver con que fue un crítico literario importante en la época de los suplementos culturales de los años 60. Él hizo la primera reseña de La obsesión del espacio de Zelarayán, por ejemplo.

¿No están compiladas esas notas?

En un momento lo pensamos con Nurit Kasztelan, de Editorial Excursiones, y fuimos a recolectar notas; algunas no se firmaban, pero yo reconocía su escritura. Él ponía la vara muy alta como crítico, y a su vez se aplicaba esa vara a sí mismo.

“Clareada por la nervadura de un relámpago, una familia separaba de la basura el libro de los Testigos”. ¿Reconocés en el estilo de esa línea tuya algo de tu papá? Al menos de la exigencia.  

Bueno, sí, hay mucha corrección, mucho de podar y podar.

¿Y cuándo dejás de corregir?

Cuando siento que ya no hay nada más para sacar. O sea, siempre es sacar, sacar, sacar, hasta que queda algo. Ese pulido viene un poco de él, pero en su caso era algo paralizante. Como ideal, en cuanto a la transmisión de saberes literarios, saberes de escritura que te puede dar un padre escritor, es algo que a mí me caló. Hay en él una cosa barroca, él tiene cierto goce con la adjetivación, que yo no siento que lo tenga, pero sí esa cosa más de orfebre, de tratar de llegar al núcleo duro de la frase, eso es algo que evidentemente me quedó de él. Yo le daba los textos y él me los devolvía híper corregidos, pero también lo vi en cómo él corregía sus propios textos. Él estaba muchísimo tiempo con cada cuento. Toda esa meticulosidad también era un sufrimiento, tenía un costo.

Además lo leíste a tu papá, y debés haber leído cosas que no están publicadas, ¿no?

Sí, sí, claro, y están los cuadernos, que los tiene María.

¿Pensaste a La médium como a un libro de poesía? ¿Trabajaste con los mismos acordes, digamos, que usaste en tus otros libros?

De todos mis libros, este es el que más me costó en cuanto a la caja, a encontrar la estructura. Pasó por muchas estructuras, de hecho. Acá sentí que podía haber una tensión entre la prosa y el verso, que no necesariamente funciona como un mecanismo de réplica de una parte hacia la otra. Esa cosa, como decía, medio abortiva de los relatos se vuelve más aireada en la segunda parte, hay más aire todavía. No quería perder esa dimensión poética: hay un coqueteo con la narrativa, pero mi lugar no es ese. Siento que mi lugar está más del otro lado, pero me animé a apoyarme en esa pata. Si iba a haber prosa, yo sentía que tenía que ser prosa poética. Una prosa que tenga rasgos de la poesía.

Algunos de tus libros de poesía, a la vez, son muy narrativos, como La sorda y el pudor, ¿lo ves así?

Siempre me interesa la novela poética estallada, eso. Esquirlas de una novela que pudo ser. Esa es la sensación que tengo siempre. No me sale, por ahora, trabajar en el formato grandilocuente de la novela, pero sí me interesa la estructura narrativa novelada en la poesía. Y también me gusta para leer. Mis poemas sueltos no funcionan, yo siento que funcionan en una estructura. Hay otro tipo de poesía que funciona de modo autónomo, pero a mí me interesan esos que hacen sistema -sin terminar de hacerlo, porque el sistema da una idea de cosa cerrada-. Me interesa eso que entra dentro de una estructura más narrativa. En algunos de mis libros eso se nota más, como en La sorda y el pudor. Cada vez se va profundizando más lo narrativo, pero todavía dentro de la estructura poética.

¿Y por qué no intentás la novela?

En un momento siento que ya está, y eso quizás para un narrador es el comienzo del relato mientras que yo en esos quizás treinta renglones ya dije todo lo que tenía que decir. Y no puedo seguir tirando de la cuerda. Por ahora siento que hay un formateo poético que no me hace seguir: yo podría seguir, pero no me sale. Siento que sería artificial. Pero sí quería trabajar en esta cosa más anfibia, me interesan un montón de recursos de la narrativa. Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía, y de la poesía en la narrativa. Me encanta el género híbrido, es lo que más leo.

¿Qué libro tenías presente como antecedentes, si alguno, en La médium?

Libros como Crónicas de motel, de Sam Sheppard, que es como una especie de diario y fue la primera vez que yo vi esa especie de copertenencia entre el verso y a prosa, con poemas que tienen que ver con lo que aparece en la prosa. Mientras estaba escribiendo esto leía muchos relatos de infancia, como Infancia en Berlín de Benjamin, y también muchos libros sobre espiritismo, sobre todo para tomar significantes. Me interesaba ver qué aspectos de médium podía haber en la figura de mi viejo, tiene que ver con eso; con el sonambulismo, con las llamadas a mujeres a la medianoche, cierta cuestión de la figura fantasmática del padre, el magnetismo. Y la cuestión de la escritura en diferido.

Ricardo Piglia lo retrata en el prólogo a Gente que baila como alguien que le contaba sus libros a sus amigos en bares pero que tardó mucho en publicar.

Sí, María Moreno también lo retrata así, él publica su primer libro a los cincuenta después de haberle prometido a mil amigos del ambiente crítico literario que tenía el libro guardado. Y cuando publica su libro ya es un tipo grande, no era ni la joven promesa ni el escritor consagrado, ¿cómo ubicar hoy la figura del escritor al ser mucho más importante que la obra?

Y cómo pensar a la obra. Quizás Piglia habilita en ese prólogo el pensarla de un modo extendido. Esas conversaciones, ¿eran ya obra? Quizás él escribía todo el tiempo, pero de otra manera. En tu libro vos acercás la idea de que quizás también escribiera en esos llamados a mujeres, ¿no?

Sí, pensar en una escritura oral… A mí eso me impactó siempre. Lo que me pasó con el libro de María Moreno fue quedar ante la verdad de la ficción: esa verdad que a veces es mucho más dura que el relato fidedigno, exhaustivo, porque no existe ese relato. Ella trabaja una versión, pero una versión que a mí me pega. Y mi versión es la de sufrir por el sufrimiento de tu padre bloqueado durante décadas, décadas hablando sobre la traba que le produjo el primer y único libro. Estuvo la trabazón para llegar a publicarlo, un libro que tenía híper pulido desde los treinta y pico, y el bloqueo posterior. Yo vivo todo eso, toda esa degradación sobre todo para una figura para quien la cosa es “la escritura o la vida”; él es esa figura de escritor para la cual es disyuntivo, es la escritura o la vida. Si la escritura no funciona, la vida se deprecia, se estanca. La vida se estanca porque la escritura no progresa, y ahí la muleta del alcohol. Bueno, todo eso yo lo veo y lo proceso y lo simbolizo, de alguna manera.

¿Cómo fue para vos empezar a escribir viendo todas estas secuencias con tu papá? ¿Cómo procesaste la figura del escritor?

Se da un poco algo de la imitación, de la mímesis con tu padre. Vos te criás en un ámbito de redacciones, de ir a buscarlo a Revista Acción, llegar a una redacción en la que había miles de libros para reseñar, toda una biblioteca llena de libros con sello de servicio de prensa. La figura de los libros estaba siempre. La escritura empieza en el formato poético a mis quince, y después fue no querer hacer una carrera en relación a eso y elegir Filosofía porque justamente me parecía un registro que tiene sus propias leyes. Se toca y no se toca, es complementario en un punto. Y en el caso de la relación con la escritura, diría que fue desde los quince y no paró. Hubo en el medio tres o cuatro libros que no me gustaban.

¿Los publicaste?

No, no, por suerte. Mi primer libro publicado fue a los treinta y uno, paradójicamente fue un libro sobre él. Su muerte había pasado hacía siete u ocho años y fue un libro que decantó como un libro, tal cual. Fue la sensación de haber encontrado una voz: me guste o no, le guste a alguien o no, yo sentí que ahí había algo auténtico. En los otros había una voz totalmente impersonal, esa forma de escribir que a veces uno tiene cuando empieza, que es la de escribir como se debería escribir.

¿Alguien llegó a leer esos libros que no publicaste?

Los leía él, llegó a leerlos. Era muy generoso. A diferencia de muchas figuras intelectuales, él era un tipo que te estimulaba. Pero sí, de alguna manera me advertía que todavía había en esos libros una cosa medio artificial, que no había una voz personal. No eran publicables. El río ebrio, como Mudanza, es regresar un poco a la novela familiar; hay algo de la novela familiar, de la figura del padre, que cada tanto me agarra. Se vuelven una especie de docuficción, o de autoficción si querés, y esa también fue la idea con este libro, en formato de prosa poética. Pero fue volver desde otro lugar, completamente diferente al de El río ebrio y al de Mudanza.

¿Sentís que la escritura te convierte a vos en médium de ciertas cosas?

Sí, para mí la poesía es un médium. Vos sos hablado por muchas voces. Quizás el trabajo más apolíneo es el de ordenamiento de esas voces, de encontrar una estructura para que no se caotice, encontrarles cierto cauce. A mí la cuestión formal me re interesa, más que nada desde el punto de vista de estos recursos de la narrativa. No me interesa la poesía conceptual, no me interesa la poesía metafísica, no me interesa la poesía filosófica, no la puedo ni leer, no me gusta cuando se cruzan. Son dos registros que para mí tienen sus reglas, sus juegos de lenguaje completamente distintos, que a veces se tocan -de hecho, ese punto de contacto es el que más me interesa-, pero en una cosa más ensayística, no en lo poético, no. Lo más filosófico que yo puedo ver en el trabajo es la necesidad de que haya una estructura conceptual fuerte que recepte todos estos poemas.

Hablaste de la cualidad de médium de la poesía, ¿qué poder le asignarías a la poesía como procedimiento? Muchos poetas se han referido a lo largo de la historia, por ejemplo, a su poder oracular.

No lo pienso conceptualmente, no podría justificar por qué, pero sí es un tipo de habla, de aparecer que es completamente oracular. Me encanta el estado de inseguridad en el que me deja. Yo trabajo enseñando muchas veces sistemas de pensamiento donde de alguna manera se trata de que ciertas cosas cierren, o, si sos más nietzscheano, de respetar que las cosas no cierren, pero explico por qué no cierran. Para mí, justamente, la poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin. De intemperie y de no explicación de esa intemperie: no hay ningún tipo de apoyo, el único apoyo que tenés es este balbuceo que sale y que nunca termina de hacer sentido, ni siquiera para vos como autor.

¿Qué dirías es lo poético en lo poético?

Hay algo del orden más espiritista, cierta escucha que se forma en vos por la cual podés captar esas resonancias. No sé de dónde viene. Es algo auditivo, hay algo de locura, de oír voces; por suerte esas voces no te toman. Pero hay algo de la línea de la poesía como locura, en el sentido del poeta como poseído, esa línea más griega que después retoma el romanticismo, es una línea que está. Después está la línea de Valéry, Poe, el poema con una factura racional, planeada, programada. Para mí las dos son válidas. Siento que trabajo con las dos. Pero la materia prima, cómo llega, es algo de escuchar voces.

Hay muchos poetas extraordinarios que incursionaron en la narrativa con resultados también extraordinarios, por ejemplo Philip Larkin, ¿te interesa? ¿Sos lector de esos cruces?

Bueno, ese pasaje generalmente es bueno, de la poesía a la narrativa. Muchas veces lo lleva a una narrativa muy poética, muy condensada; a veces no siento que funcione a la inversa, venís del palo de la narrativa y pasás a la poesía. Pero siempre hay excepciones.

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