Anahí Mallol, “Poemas para habitar este mundo”

Diario de poesía, n° 81, diciembre de 2010 – abril de 2011, p. 36

Uno podría pensar, en una lectura rápida, que Mudanza, el libro de poemas cortos de Lucas Soares, habla de la itinerancia urbana que lo lleva a uno a cambiar de departamento con cierta frecuencia, y en los inconvenientes que ello acarrea. Así es, en parte, pero ello no dice nada del texto en cuestión. “Mudanza”, así en singular, habla más que nada del cambio, y por lo tanto también del tiempo, habla de la pérdida, incluso del despojo. Mudanza es una palabra con una clara tradición en la poesía amorosa en lengua hispana, y se la encuentra con frecuencia en el barroco, en especial en Quevedo. Allí se usa mucha veces peyorativamente para referirse a los cambios de sentimiento de la mujer, o para exhortarla a entregarse a los placeres de la carne en la exaltación del tópico del carpe diem, en la medida en que lo que debe de ser gozado debe serlo antes de que se transforme en despojo.

Para Lucas Soares puede ser todo eso, pero es más. La mudanza parece ser por momentos algo así como un trayecto, en todo caso ajeno, del deseo, o del azar, o de ambos allí donde se cruzan. Podría reconstruirse que se trata de aquellos (deseo y azares) de la madre, quien, una vez que el padre ha abandonado la casa familiar, la lleva a buscar nueva residencia una y otra vez, pero mudanza también es, como lo hace constar la RAE, “cierto número de movimientos que se hacen a compás en los bailes y danzas”, tanto como el “cambio convencional del nombre de las notas en el solfeo antiguo, para poder representar el si cuando aún no tenía nombre”.

Los poemas, breves y de versos también breves, también tienen versos que mudan, porque se repiten de un poema a otro, a veces idénticos, a veces con variaciones (aunque, como ocurre en poesía, se sabe, nunca terminan de ser idénticos a sí mismos, sino que van poniendo a variar sus sentidos como en las composiciones musicales), como el verso “desde que somos un diálogo”.

Hace entonces de este modo Soares del lugar del diálogo otro inhabitable espacio de mudanza: porque lo que hay, desde que somos un diálogo, es la imposibilidad misma del diálogo, y la mudanza deja a un yo inerme arrebujado en el piso de una habitación fría de un departamento recién ocupado, en una frazada, intentando despuntar un pensamiento.

Fina observación en versos finos de situaciones mínimas cotidianas, es la tensión del verso breve y su ejercicio de combinatoria, estudiada pero que no da como resultado un efecto conceptual, lejos de todo realismo y más todavía del costumbrismo, aun cuando mencione a esas “parejas que comen en silencio en un restorán”, la que logra que las frases se carguen de sentidos mudables por ese ejercicio de variación y suma de los significados que los hace adquirir lentamente una consistencia y una rotundidad sorprendentes. Y entonces también crecen hacia lo impreciso en su propio itinerario. De mudanzas, de mudanza, de silencios, de abandono.

Y si se trata primero del niño que se muda de un departamento de alquiler a otro con su madre, si se trata del silencio que crece, y de esos utensilios que se abollan y se arreglan después de cada mudanza pero igual quedan marcados, quedan con la huella de un acontecer que se repite subrayando la herida de su unicidad, el gesto se expande hasta el abandono de la pareja. Todo marcado indefectiblemente, con su tic tac, por las aspas del ventilador de techo y su funcionamiento cambiante.

Entonces casi novela de aprendizaje que no fuera sino una pequeña hilación de microrrelatos de fracasos cotidianos, como el del niñito que nunca llega a hilar los tres deseos antes de soplar su velita, la escena mínima anuda por un momento la percepción (y una agudizada), la afección, y el pensamiento. Porque “desde que somos un diálogo”, inconcluso podría decirse, imperfecto hasta lo monológico, en realidad cada uno vive en su propia mente, y el silencio se abre entre las personas, en ese punto impreciso en que el pensamiento despunta de la palabra como la paloma surge del sombrero del mago. Ejercicio de prestidigitación que, aunque simule lo contrario, no hace sino acrecer las distancias entre los cuerpos, porque en definitiva “somos un diálogo/ interior y silencioso”, lo que se hace patente es aquello que en la foto se desconoce, es la distancia que separa a una cama cucheta de la otra, es lo que se entrevé como reflujo con los ojos abiertos/cerrados, es “esa foto que fuimos quemándose poco a poco”. Lo fijo, como el clavo que se intenta poner cada vez que se inaugura un espacio, y que acaba por ceder, falla, fracasa, y lo que pervive, persiste, insiste, con el movimiento de los versos, como olas, con su ir y venir, con sus hallazgos, sus pequeñas caracolas (y hay que hacer notar aquí que el corte del verso no es cualquiera, como puede percibirse por ejemplo en “hacer y deshacer/ lo que vivimos en la mente”, que no es lo mismo que decir, pongamos por caso, “hacer y deshacer lo que vivimos/ en la mente”) es el flujo y reflujo de las olas, es el mar, el mar, el mar, ah, con su baba pero también con su frescura.

En el camino de la separación, de la mudanza (porque mudar también es ser inconstante en amores), pero también desde antes, desde el nacimiento, porque “separarse/ es como despertar/ recién mudado”, la mudanza se convierte en el concepto que concentra una idea, una percepción y una sensación de la vida: ese azoro, esa soledad inalienable, ese desamparo, del que despierta, recién nacido, recién mudado, a no se sabe bien qué, con el ruido ominoso del reloj, o de las aspas del ventilador, que marcan el tiempo mismo de la mudanza, hasta la próxima partida. Lugar desde donde mirar el mundo, sin tragedia, como un dato de hecho, que también constata que, cuando empezábamos a ser felices, nos mudábamos. Mudanza de mudanzas si las hay, la impresión final de la lectura no tiene que ver sin embargo con el desasosiego, porque el aliento en cada verso se retiene y no desborda hacia lo sentimental, sino que se presenta como la simple constatación de un estado de cosas, que invita, también, a anudar, a poner a variar, palabras, sintagmas, frases hechas, para ver como refluyen, para saber, para intentar hacer de cada pequeño nuevo y deshabitado lugar recién mudado, un pequeño mundo donde vivir, donde habitar, siquiera efímeramente.

 

Osvaldo Bossi, “Episodios de una vida lejana”

Revista Hablar de poesía, nº 21, mayo de 2010, pp. 285-288

Sólo el tic tac del tiempo, el sin cesar monocorde del tiempo, esa especie de mezcladora invisible, portátil, que construye ritmos. En fin, el poema. Es eso lo primero que escuchamos al leer este libro de Lucas Soares, pero también sus libros anteriores: El Río ebrio y El sueño de las puertas. El tiempo que se lleva el poema y lo devuelve, a cada instante, intacto en su fragmentación, en su deseo inconfundible de decirlo todo y no decir, nunca, nada; o en todo caso, de girar en torno de una verdad sin tocarla, o tocando lo que verdaderamente nos importa: su realidad incandescente.

Cada poema gira incansablemente sobre lo mismo: el sueño de la mente que sueña el tiempo y sueña el poema. El resto es aleatorio o, como nos señala desde el título mismo, mutable. Vale decir, sujeto a cambios, intercambios infinitos. De hecho, a cada instante las imágenes vuelven a acomodarse y a materializar, no tanto el sentido, como la punta de ese sentido en permanente fuga, donde “un diálogo interior y silencioso/ continentes de espuma/ en una habitación recién pintada/ construye y destruye/ sus puntos de vista/ en cada ola”.

Ese punto de vista, sin embargo, ese eje, después de interminables rotaciones, termina sedimentando en una simple imagen: la cama cucheta. Especie de camarote a la deriva desde donde el yo que nos habla desde el poema –el yo lírico, como se dice habitualmente– observa las huellas que sobre la realidad fue dejando el paso del tiempo: “Acostado/ en la cama de arriba/ midiendo la distancia que separa/ mi cuerpo del techo/ levantar la cabeza/ las aletas del ventilador cortan/ uno por uno mis pensamientos”. (Me gustaría agregar que esas mismas aletas son, de alguna manera, las mismas que cortan y escanden los versos, dejando como resultado una sintaxis enrarecida, que privilegia la yuxtaposición de imágenes a cualquier ilusión de continuidad.)

Pero sigamos. Un par de poemas más adelante, la misma voz nos habla de “el eco de esa pregunta del tao/ que tanto te gustaba escuchar/ ¿cómo sabré la manera/ de mirar por el mundo?/ desde aquí/ desde una cama cucheta”. A partir de ese mínimo –pero decisivo descubrimiento– todo empieza a girar y a mudarse, tanto en el espacio como en el tiempo, consciente de que este nuevo aleph, como la bolsa de dormir o la hojita de afeitar en Viel Temperley, es, en cierta forma, el centro desde donde el poema mira “el mundo” y da cuenta de lo que mira. Es decir: la imagen que contendrá todas las imágenes en su interior.

La voz, desde ese momento, podrá ir y volver. Y podrá desplazarse, sobre todo, en ese tic tac del tiempo recuperado que en poesía no es otra cosa que ritmo. Aunque en el medio se tropiece con esos relámpagos, esas imágenes que no llegan nunca a constituirse del todo, pero que funcionan como las astillas, las rampas hacia una epifanía que, antes de ser alcanzada, se vuelve a transformar. Como esas olas “que estiran su vida hasta donde pueden/ a ver cuál de todas pienso/ llega más lejos en la orilla/ el ritmo del cuerpo se confunde/ con el oleaje y los pensamientos/ el sol reverbera en la espuma/ secando la arena mojada/ que deja el pensamiento en su reflujo/ como el negativo de esa fotografía/ que fuimos quemándose de a poco”.

Como si cada poema entrara en la máquina del tiempo. Como si el poema mismo fuera la máquina del tiempo que regurgita los vocablos y los devuelve, uno por uno, siempre los mismos y siempre transformados, a su lugar de origen. Hachazos de luz. Instantes, en todo caso, restituidos por una memoria que, a partir de un movimiento aspiralado y circular, construye y destruye frases, signos, palabras, a una velocidad increíble; dando la sensación de que todas las cosas se atropellan y ocurren a la vez. Se accidentan y, al hacerlo, se incrustan, vertiginosamente, unas en otras. Y al mismo tiempo, todo lo contrario. Como si esos saltos continuos, esa imposibilidad de recalar en ninguna orilla o margen de sentido seguro, terminara provocando (como es lógico) un efecto inverso, donde un estado de lucidez, de vigilia constante, impide que los hechos se desarrollen y vayan a parar al mismo desaguadero al que van a parar todas las cosas de este mundo.

Me refiero, para no dar más vueltas, al olvido. La muerte que, según Borges, es el olvido, y que en los poemas de Lucas Soares se percibe como la verdadera (y temible) fuente de sentido a la que su escritura se resiste, de una manera o de otra. Escena demorada o acelerada –no importa, como ustedes prefieran. Cortada por las aletas de un ventilador mal colocado y chirriante, que gira, al igual que cada uno de estos poemas, en sueños, moliendo la distancia que separa un instante del otro, un verso del otro. Como si escribir fuera eso: contemplar, desde una cama cucheta, los episodios de una vida lejana, casi ficticia, donde “los pensamientos se van/ agolpando como un quedarse/ suspendido del sonido/ terminada la canción”.

Parece una trampa, es cierto, una suerte de aporía, similar a esos maravillosos aforismos que le valieron la fama de Oscuro a Heráclito. Como éste, perfectamente aplicable (creo) a la poesía de Lucas Soares: “Nada es permanente a excepción del cambio”. O este otro, donde introduce la metáfora del río para darnos un ejemplo de nuestra inconstancia y de nuestra mutabilidad: “En el mismo río nos bañamos y no nos bañamos, somos y no somos”.

De alguna manera, todos los poemas de este libro, Mudanza, se ven reflejados, si no me equivoco, por el fulgor de esas aguas que están y no están ahí, de las que formamos parte y a la que ya no pertenecemos. Sólo que –y aquí se encuentra uno de los méritos de la poesía, no sólo de este libro sino de la poesía en general–, el poeta, a través del poema, es la única criatura que logra entrar en el río de Heráclito más de una vez, y lo hace, como sucede en este libro sobre todo, mediante la tensión de un arco rítmico que oscila entre la razón (el lógos) y la dulzura o vértigo de las apariencias. Aunque, tratándose de poesía, como dice María Zambrano, el lógos (escindido) está al servicio de la embriaguez. Y por eso mismo, como consecuencia, “traiciona la razón, usando su vehículo, la palabra, para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella la forma del delirio”. Bueno, de ese delirio, de esas sombras, o mejor dicho, de esa batalla con ese delirio y esas sombras, nos habla este enigmático libro de Lucas Soares.

Link a la reseña

 

Julieta Lerman, “El caleidoscopio de Lucas Soares”

Revista No Retornable, n° 4, noviembre de 2009

Si los libros de Lucas Soares fueran un objeto, podrían ser un caleidoscopio. Los tres elementos de la palabra (del griego, cálos: bello, eidos: imagen, y scopéo: observar) son los puntos en los que se apoyan sus poemas. Lo poético, en estos textos, arraiga en la capacidad de observación: es un yo que mira y se construye a sí mismo a partir del mirar. Observación interior y exterior de las cosas que pasan, el poema crea su espacio en el intermedio donde el adentro y el afuera coinciden y se superponen. Como dice Mallarmé, es una suerte de afuera interior: “la emoción poética no es un sentimiento interior, una modificación subjetiva, sino un extraño afuera dentro del cual estamos arrojados en nosotros fuera de nosotros”. Este extraño afuera-dentro en Lucas Soares, se construye a partir de un juego de miradas: la mirada interior, la mirada hacia fuera, la mirada desde afuera, etc. “Ahora veo caer (sin ser visto) la aguja que cose al ojo con su mirada” (El sueño de las puertas). Ese encuentro feliz del ojo –y lo que ve– con su mirada, es el poema pero es, además, el lugar donde reside la capacidad poética que pone en juego los puntos de vista, los ángulos posibles desde donde ver –y construir– la misma imagen y el mismo poema. Cada libro –El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006) y Mudanza (Paradiso, 2009)– tienen tal nivel de cohesión y de unidad que casi se diría que conforman, cada uno en sí, un solo y único poema. La capacidad de ver y jugar con los puntos de vista, es el don del poeta. La poesía constituye un juego en el que las cosas se dan vuelta y se hacen reversibles: “Un movimiento que indaga las razones de una quietud (…). Mejor hablar de una quietud que indaga las razones de un movimiento” (El sueño de las puertas). Se trata de un movimiento-quietud que revela las diferentes caras de lo mismo a medida que escarba en el poema, como si quisiera, así, dar con la dimensión exacta de las cosas. O mejor: los poemas sólo pueden sugerir aquella dimensión, señalarla de lejos, de manera dispersa y fragmentaria porque ellos mismos son fragmentos-esquirlas producto de un estallido doloroso: “El corazón: fracturado. Vidrios desparramados por el suelo reflejando el recuerdo de aquella caída. Como podrás ver, cada vidrio engarzado con los otros configura una memoria” (El sueño de las puertas).

En los tres libros, los fragmentos del caleidoscopio se retoman uno a otro, se vuelven a fragmentar, se reenvían y reacomodan para crear nuevas imágenes de lo mismo. En El río ebrio, como avisa el primer poema, se trata de la muerte del padre: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. Este libro es, por un lado, un solo poema que se continúa página a página como un río o, más bien, como un hilo de agua de palabras secas. Pero al fragmentar el poema-padre en otros poemas, se abre todavía más al sentido. Fragmentar, en Lucas Soares, es potenciar el sentido, multiplicar las maneras de ver.

El sueño de las puertas es el caleidoscopio más simétrico. Los poemas de la primera parte (“La puerta de marfil”) corresponden uno a uno a los poemas de la segunda parte (“La puerta del cuerno”) que, en la primera lectura, se advierten como reescrituras y, en la segunda, como un desdoble simultáneo en contrapunto. Los epígrafes también forman parte del caleidoscopio y, en este caso, Homero y Virgilio explican y advierten sobre las visiones verdaderas y falaces a las que conducen cada una de las puertas.

Si en este texto impera el sentido de la vista y las imágenes –propias del mundo onírico–, en Mudanza, en cambio, reina el sentido del oído en todas sus formas: la escucha, los ecos, resonancias, diálogos. Es el mundo de los recuerdos, de la infancia, de separaciones: de mudanzas –exteriores– que se aquietan para producirse en el interior: “los pensamientos se van/ agolpando como un quedarse/ suspendido del sonido/ terminada la canción”.

Éste es un caleidoscopio sonoro, compuesto por fragmentos de escenas, de recuerdos, de voces y de ruidos que suenan todos juntos, al mismo tiempo, en la casa de la memoria:“en las caritas perfectas/ y tristes/ que dibujabas/ en las distintas agendas/ que había al lado/ de los distintos teléfonos/ que tuvimos/ en los distintos departamentos/ sonando ahora/ al mismo tiempo/ en las distintas habitaciones/ sin que nadie/ los atienda”.

Es el tiempo-espacio del desvelo, en el que los pensamientos y los recuerdos se despiertan. Se trata, de nuevo, del guante reversible que, de un lado, es movimiento (de la memoria y de la escritura) indagando en la quietud (del insomnio). Y viceversa: es la quietud que se expande hacia fuera y quiere “conquistar el mundo” en la mirada multiplicada, adueñarse del espacio en un poema: “desde una cama cucheta/ establece puntos de vista/ recién mudado/ conquista el mundo/ sin hacer nada”.

El insomnio es el revés del sueño pero es, simultáneamente, su espacio-tiempo poético homólogo. En los tres libros, el primer poema que abre cada serie, instaura la escena en la que se desarrollarán los siguientes. El primer poema de El sueño de las puertas dice: “Tras la puerta: escaleras de un sueño. Como podrás ver, ya no se puede subir ni bajar”.

Y el primer poema de Mudanza: “vueltas/ en la cama/ el compás/
 desvelado del lento/ 
tic tac en cada parpadeo/
 del sueño: la pesadilla/
 un diálogo imposible/ dormir/
 con mis pensamientos”.

Así, en estos casos, el primer poema instaura la quietud que luego estallará en pedazos (o sea: en poemas). Aquí escribir equivale a recordar, a pensar y a soñar. De este modo, en Mudanza, el mecanismo de la memoria y del pensamiento coincide con el de la escritura: “revolcado en la tarea/ de hacer y deshacer/ lo que vivimos en la mente”.

En este sentido de la escritura entendida como un “hacer y deshacer”, mentalmente, el poema en Lucas Soares es esencialmente un diálogo. Los epígrafes, en este libro totalmente incorporados al caleidoscopio, constituyen los núcleos con los que dialogan constantemente los poemas. Wallace Stevens, José Hernández, Lichtenberg, Hölderlin y Platón dialogan entre ellos en las páginas que comparten, en los poemas donde son retomados y sobre ellos, superpuestos, se trama el propio diálogo que establecen los poemas entre sí. Toda la escritura de Soares está en clave dialógica, de manera que todo pueda dialogar con todo lo más posible.

“Desde que somos un diálogo” dice el epígrafe de Hölderlin. Por un lado, como le agrega Platón en la página que comparten, aquí quiere decir que cada persona, con sus pensamientos, es un diálogo “interior y silencioso”: “un diálogo interior y silencioso (…) construye y destruye/ sus puntos de vista/ en cada ola”. Pero también el diálogo es la manera en la que nos relacionamos unos con otros. La estrofa completa a la que pertenece el verso de Hölderlin dice: “El hombre ha experimentado mucho./ Nombrado a muchos celestes,/ desde que somos un diálogo/ y podemos oír unos de otros”.

Interpretando al poeta alemán, Heidegger dice que el ser del hombre se funda en el habla pero que a ésta la antecede el oír y, todavía más, el oír condiciona la posibilidad y la calidad del habla. En ese sentido, los poemas de Soares parecerían venir, sobre todo, a dar testimonio de una escucha. Testimonio que quiere dar cuenta, no ya como el romántico alemán, de la esencia de la poesía, sino de la esencia de la experiencia. La experiencia de la mudanza, la experiencia de la niñez, la experiencia de la memoria, la experiencia de la separación e incluso la de la escritura. Los poemas se fundan en una escucha del exterior, del otro, y en una escucha interior y silenciosa. Y esa escucha total constituye una manera de mirar el mundo de la que son, al fin, testimonio estos poemas.

En alemán, cuando coloquialmente la gente se despide con una expresión que invita a seguir en contacto y continuar el diálogo en otro momento, en lugar de decir “hablamos”, como nosotros, dicen “nos escuchamos”. Como decía Heidegger: antes de hablar, nos escuchamos. Los poemas de Lucas Soares también: antes de hablar, escuchan y abren la oreja para que se oiga el eco de las palabras que rebotan afuera-dentro del caleidoscopio.

 

Florencia Fragasso, “Impresiones sobre Mudanza

Texto de la presentación del libro en el Espacio Literario “Juan L. Ortiz”, Centro Cultural de la Cooperación, septiembre de 2009

1

¿Qué forma tendría la mente, si pudiéramos dibujarla? ¿Un esquema de trazos breves, concisos, con alguna que otra flecha que asocia conceptos; un torbellino de formas mutantes pero reguladas, tipo caleidoscopio; o un desastre de texturas y sustancias que salpican el papel y modifican su textura?

Mudanza es un poema-libro que anda buscando un lugar. Un sitio para aquietarse por fin y desde allí mirar el mundo. Un punto de vista. En el transcurso de esta búsqueda, como quien no quiere la cosa, termina trazando un dibujo posible de la mente, que es, según el verso de Wallace Stevens que abre el libro, el lugar donde vivimos.

Es imposible lograr fijar el poema, colgarlo en la pared con un clavo derechito, ya que no para de mecerse todo en él: las palabras, los objetos, los ángulos. Pero, eso sí, siempre dentro de las mismas cuatro paredes: un cuarto más bien pequeño, con una cama-cucheta, un ventilador chirriante y ventanas enrejadas. En esa caja-poema siempre es verano, y la hora eterna de la siesta.

El poema busca en ese cuarto su propia voz, para decirse y poder traducir algo del complejo diálogo interior que no se calla; no hay peor insomnio que el de la siesta.

2

Si lo miráramos desde afuera, el poema tiene la arquitectura de los puentes colgantes: estructura sólida, ingeniosos hallazgos ingenieriles, liviandad para mecerse. Esto hace que todas sus piezas estén en movimiento perpetuo, chocándose a veces, mezclándose, revolcadas, “como la moneda que el mago/ arrojó al aire la revolcada/ trayectoria del tiempo”, como se revuelca el perro suicida con el cable de teléfono, como revolcadas y revueltas se adivinan las sábanas de la cama donde el poema se acuesta y recuesta una y otra vez en su inquietud insomne. Las cadenas que ofician de sostén al puente chirrían cuando el viento las hamaca, confundiéndose con el ruido del ventilador de techo que hay dentro del cuarto.

El tempo de este poema es el vaivén, el ir y venir de un péndulo, “el paso del tiempo/ la coronita/ se aflojaba/ se me salía/ me la volvía a poner/ despegándose a veces”. Y le imprime ese mecerse pendular a lo que sucede dentro y fuera de la mente: “el ritmo del oleaje se confunde/ con el del cuerpo y los pensamientos”.

Cuando a este tempo le toca espacializarse, lo hace tomando la forma (pendular también) de la distancia, que se vuelve clave para medir las relaciones entre cuerpos-mentes-objetos dentro de la habitación de espacio reducido: “distancia que separa/ dos cuerpos, uno arriba otro abajo/ desde que somos un diálogo”. O “la distancia que separa/ mi cabeza del techo y del ventilador”.

En el diseño simple, austero, el no-diseño, de esa habitación, hay un objeto imán: la cama cucheta, punto neurálgico desde donde y hacia donde el poema se hace. Se va enhebrando en distintos versos para hilar todo el libro y volverlo poema largo.

En la búsqueda de sí mismo, este poema logra encontrarse de a ráfagas, casi de casualidad, y muy rápido se distrae: un verso se choca con otro y se interrumpe, retomándose unas páginas más tarde inserto en un nuevo contexto. El azar que rige este orden es el de la distracción. Las aspas del ventilador cortan las ideas y la dicción, forzando al poema a buscar otros destinos cercanos pero nunca el original, así como el aire artificial dispersa los papeles confundiendo presente y pasado. El significado de ciertas palabras (“como desabrido”) y saberes se aprende y, como resultado de esa distracción, se olvida automáticamente.

3

Si el poema se acomodara finalmente y se dispusiera a la contemplación a través de la ventana enrejada, ¿qué vería? Desde un plano inclinado, quien yace en la cama-cucheta, a través de las rejas que deforman, vería tal vez una realidad exterior no muy diferente a la representada en los dibujos de Grosz, uno de los cuales (¿casualmente? ¿cómo se deciden las tapas de los libros?) ilustra la tapa de la edición de Paradiso.

Los dibujos caricaturescos de George Grosz, que retratan el desquiciamiento de la sociedad durante la guerra y posguerra, carecen de perspectiva: todo aparece junto, apelmazado en el mismo plano, no hay toma de distancia ni perspectiva. En Mudanza, esa vida de la calle –o ausencia de vida–, externa al poema, está presente por ausencia y por breves menciones urbanas decadentes de aquello que la reja apenas deja entrever: un restorán de Congreso donde las parejas comen en silencio, o un viejo colegio lleno de ratas. La ciudad clara, amplia y moderna que aparece referida es la de la infancia, irrecuperable: La 9 de Julio, Plaza Francia.

Los dibujos urbanos de Grosz presentan la ciudad como caos y como infierno, lo que la mirada de Mudanza tal vez encontraría si se atreviera a desenrejar las ventanas de su cuadrado blanco. Pero este refugio artístico-poético-estético, esta mente que dialoga consigo misma donde el poema vive, de sábanas sin estirar, termina siendo más asfixiante y caótica que cualquier realidad exterior.

4

El puente-refugio se mece en el paisaje del mundo, por eso todo adentro se mueve, todo está vivo, y el inventario se vuelve imposible. ¿Cómo enumerar aquello que está mudando?

Durante la lectura me visitó varias veces la sensación de que las palabras pueden animarse, salir andando solas, y mudarse de página o de verso para ensayar un orden nuevo, siempre temporario. Y la voz del poema, que se revela impotente, intenta en vano tomar nota de las jugadas de un ajedrez mientras está siendo jugado. Es en esta impotencia asumida donde radica la fuerza poética de Mudanza.

El punto de vista es móvil, impreciso, pero siempre vuelve al sitio desde donde se desprenden sueños, pesadillas y pensamientos, para recomenzar: la cama-cucheta, el objeto doble, la doble palabra.

La mirada sube a la cama de arriba, salta otra vez a la de abajo; desde esta distancia viaja en el tiempo y construye, como babas del diablo surcando la habitación, puntos de vista para poder verse a sí misma.

¿Cómo reinventarse sin salir de un cuarto? ¿Cuántas versiones de sí nos ofrece la habitación? Y la pregunta que parece retumbar en todo el libro: ¿Cómo mudar quedándose, sin mudarse?

En un momento de fugaz ilusión, pareciera que la segunda parte del libro, titulada justamente “Mudanza”, nos va a liberar de este encierro y su encrucijada. Llega el desplazamiento, pensamos, y se abre la posibilidad de hacer un inventario de cero.

Pero, ¡horror! avanzan los poemas y la claustrofobia crece: descubrimos que las mudanzas son una sucesión, no cambian nada de la esencia. Se cambió de lugar, sí, pero otra vez una cama-cucheta (¿la misma?) une y separa. Ahora falta pintar, hay insectos y muebles que prometen copular y perpetuarse, de fondo el constante chirrido del ventilador de techo (¿el mismo?, ¿lo descolgó y lo trajo a la casa nueva?).

Lo único que en esta segunda parte despunta como novedad es cierto espacio para la nostalgia y una confesión: “separarse/ es como despertar/ recién mudado”.

Las mudanzas se revelan como esas interrupciones permanentes al poema, que impiden un punto de vista fijo, “justo cuando empezábamos/ a ser felices nos mudábamos”. Cada mudanza es una separación. Pensamiento y acción estarán por siempre desunidos. El ruido de lo concreto interrumpe el pensamiento y el fluir de la conciencia, así como los pensamientos (o recuerdos) interrumpen la acción concreta. Si me distraigo, el clavo se tuerce, nunca sé cómo pasa.

Las ventanas de esta nueva casa sospechosamente parecida a la anterior también se enrejan para protegerse de las alimañas del afuera y de la más contaminante de todas: el pasado.

El habitante de la caja-casa se volverá adulto recién cuando sepa colocar el ventilador él solo, y clavar un clavo sin torcerlo, siguiendo la creencia de que dominar ciertos aspectos de la vida útil promete la entrada al espíritu tranquilo de la responsabilidad: una casa sólida que no se mece sino que se arraiga firmemente a la tierra, donde se anularía el diálogo permanente de la mente con la mente.

Entonces no habría poema.