Marcelo D. Díaz, “La médium”

Revista Otra Parte, n° 374, 28 de mayo de 2020

La escritura y la memoria familiar despiertan la atención del poeta, lo imposible muchas veces es reconstruir un punto de referencia en nuestra trama. Escribir implicaría bordear la pregunta acerca de quiénes somos. La figura de la médium y la del escritor pueden encontrar un correlato en este último interrogante, ya que ambos trabajan desde la ambigüedad de los signos e interpretan la realidad a partir de una lectura entre líneas: “cuando le pregunté a la médium / por el espíritu de mi padre / me dijo que piense / en un sonámbulo / que en medio de la noche / hace llamados telefónicos / y cambia convencido / los muebles de lugar / para escuchar el ruido / que hacen al distenderse”. A medida que nuestra memoria se activa nos vemos transformados por aquello que deseamos recordar hasta perder la propia voz y desdibujar nuestra identidad. Nunca terminamos de resolver la dimensión ni el alcance de nuestras faltas, y cada tanto consideramos que lo que aprendimos de nuestros padres es irrecuperable e irrepetible.

El sentimiento de formar parte del tronco, las hojas y las ramas de un árbol genealógico es difícil de traducir y de comunicar. El empeño de Soares no es vano: “bajo el agua con mi padre / el instructor de esnórquel / nos enseñaba con el dedo / corales con formas cerebrales / pero yo me distraía / con una pareja de peces / que iban siempre juntos”. Las imágenes son un recurso que propicia la confianza en la narrativa personal que cifró las vivencias más significativas; así podríamos recuperar también la esperanza de que nuestra experiencia en el mundo puede tener sentido.

La imagen de dos peces nadando se podría ampliar a un cardumen, con el tiempo una familia de peces flotando en la mente del poeta, y así la postal marina, casi onírica, diagramaría una emoción en la que diferentes voces terminarían reunidas en un mismo horizonte: “Mi padre escribía en unos cuadernos anaranjados Gloria, que a mí me gustaba abrir al azar, hojear y hacerles caricaturas en los márgenes. Aunque por lo general no entendía su letra, me daba cuenta de que en esos cuadernos él apuntaba frases, ideas y sobre todo comienzos de cuentos”. Qué es lo que tiene un padre de singular para decirnos, cuál es el tema y cuál es la necesidad de hablar. Por vía de la poesía encontramos una filiación, y si no la encontramos, la construimos. Asumimos que hay situaciones y vacíos difíciles de tematizar por la precariedad de la lengua, por nuestras lagunas mentales, por el vacío y la ausencia sobre los que escribimos la palabra “yo” a la hora de referirnos a las voces familiares que nos precedieron y nos enseñaron a guardar silencio.

Hay un tono narrativo en la poesía o un tono poético en una narración que se reescribe una y otra vez. No es una escritura programática pero sí orgánica: quizá, parece decir Soares, la poesía sea una manera de alumbrar zonas oscuras, borrosas y de instalar cierto orden en aquello que nos ha tocado vivir: “cuando consulté con una médium / para comunicarme con mi padre / su espíritu se me presentó / a través de ella / como un viejo imán / con un resto de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”Por encima de estos versos flota una pregunta recurrente: ¿cuál sería el corazón de lo escrito o el núcleo del poema? Y si no la respondemos, hablamos entonces de una fuerza que al descubrirla centellea hasta encandilar; lo que nos conecta con esa luz es la necesidad de escuchar una respuesta, o de encontrar una flecha con las indicaciones necesarias para llegar adonde queremos.

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Damián Huergo, “El lugar del hijo”

Cuaderno Waldhuter, 6 de mayo de 2020

Entregarle la vida a la literatura. Sea lo que sea que el enunciado signifique, varias veces me escuché repitiendo la frase que fue pasando por la boca y las manos de escritores que nacieron en el siglo XX, como un canto rodado que atesoramos en el escritorio y con el tiempo olvidamos por qué lo hacemos. En esta línea vital o suicida, todas las decisiones que hacen a una vida –laborales, geográficas, formativas y un largo etcétera que incluye amores y amigos– las fuimos tomando con un único y quizás equívoco objetivo: escribir.

Tal pulsión, al menos en mi caso, la fui sosteniendo con una certeza epifánica que se fue endureciendo desde la adolescencia hasta la actualidad: Si dejo de escribir no tengo chance de acercarme a eso que, a falta de un nombre preciso, llamamos felicidad. Hacerlo, vale aclarar, tampoco me lo garantiza, pero eso ya depende de otros asuntos que no es necesario tratar acá. Por su cualidad de irreversible, supongo, la decisión más trascendental que me costó tomar fue la de tener un hijo o no. Cada vez que me encontraba con amigos escritores, luego de hablar de lecturas, de contarnos novelas que no estamos escribiendo o de preguntarnos qué hacer con personajes que tenemos parados en el medio de la calle, les preguntaba –si tenían hijos– cómo hacían para escribir. En otras palabras, me desvelaba saber qué espacios propios mantenían, cómo protegían su tiempo, qué lugar ocupaban los hijos en su literatura.

La literatura argentina nos ofrece varios modelos de paternidad; entre tantos señalo dos antagónicos. Por un lado, la figura de Piglia que recomendaba escribir por afuera de todas las instituciones, incluso de la paternidad. Por el otro, el modelo Fogwill que, para burlarse de la recomendación de no tener hijos para escribir, decía que le daba “horror” imaginarse a un tipo poniéndose un forro todas las noches “para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora”. Fogwill sumando todas sus temporadas de progenitor alcanzó a tener cinco hijos; sin embargo, en palabras de Vera, su hija, su alardeada fecundidad se sostenía con aquello que criticaba: la puerta cerrada para que sus hijos no entren a jugar. Dice Vera en una necrológica en Radar: “Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento.”

En su último libro, La médium, el poeta Lucas Soares ensaya otro modelo de padre-escritor en donde ambas actividades conviven, se mimetizan, se vampirizan e implosionan en un mismo espacio. Lucas es hijo de Norberto Soares, uno de los escritores de la troupe de la avenida Corrientes compuesta por Miguel Briante, Jorge Di Paola y María Moreno. Un autor fantasmal, asociado a la bohemia porteña de la segunda mitad del siglo XX, que tras pelear contra sus propios fantasmas publicó un solo libro, el maravilloso volumen de cuentos Gente que baila reeditado en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia.

En la primera parte de La médium, la voz narrativa de Lucas describe una puesta en escena, una foto que construye un compañero de redacción de su padre, en donde le pedía a Lucas que se siente sobre Norberto y ambos a la par tecleen sobre una máquina de escribir. La imagen solo existe con su cualidad de ilusión, como la representación de algo que no fue pero, a la vez, concentra posibles formas reales o ficticias de esa relación. En el recuerdo del autor, escrito con una lírica condensada y entrañable, se convierte en una imagen verdadera; un deseo retrospectivo que por un instante ilumina un modelo de padre-escritor que abre la puerta de su estudio para generar un encuentro único, una comunión entre padre, hijo y literatura. En La médium, el niño Lucas es testigo del caos que digita su padre, de las llamadas telefónicas con mujeres que lo rechazan, de la suma de botellas vacías, de la frustración del escritor que solo escribe comienzos de cuentos que poquísimas veces continúa. El misterio que el autor va macerando en el libro, no es el del niño que se queda del otro lado del espejo elucubrando vidas posibles de su padre. Por el contrario, el padre lo adosa a su vida como si fuese un elemento más, algo que no necesita un trato ni una dedicación exclusiva o particular; un modo de paternidad donde el cuidado se invierte y cae en manos del hijo: “Cuando mi padre entraba en sus largas temporadas de bloqueo creativo, por las que solía deprimirse, yo le hacía prometer que cuando me fuera a dormir él se pondría a escribir”, escribe Lucas Soares.

La figura del padre-escritor que se ensaya en La médium tiene varios puntos de contacto con la que Mauro Libertella arma en Mi libro enterrado sobre Héctor Libertella, su padre. En la superficie de ambos libros se observa la elección de la forma breve y la precisión poética, el peso de ser hijos de escritores reconocidos, la inversión de roles de cuidados entre adultos infantilizados y niños-jóvenes que asumen responsabilidades de adultos no por elección propia. Pero sobre todo, brilla la posibilidad de la escritura como una herencia –voluntaria o no– que ambos padres les dejan a sus hijos; un puente de vigas flojas que tienden para encontrarse cuando ya no los puedan abrazar o esquivar en un licorería, como sucede en una imagen gris y desoladora en el libro de Soares. Escribir para ambos hijos es encontrarse con fantasmas: la literatura como médium. En la segunda parte del libro, Soares cambia el registro narrativo por una voz poética, dando lugar a imágenes oníricas, fragmentarias que, leídas en conjunto, dan cuenta del desencuentro entre padre e hijo por otros medios. Así Soares despoja a la literatura de cualquier sesgo terapeútico o psicoanalítico. Tanto en prosa como en versos, parece decirnos que aquello que está roto no podrá recomponerse mediante la literatura.

Nuestra generación ha escrito demasiado sobre los padres (sin ir muy lejos, en mi último libro, Biografía y Ficción, se mata al padre tres veces, en tres cuentos diferentes, ¡de tres modos distintos!), pero poco hasta el momento sobre nuestro hijos o, mejor dicho, sobre el modo de paternidad que vamos a ensayar en tiempos que aspiran a relaciones más igualitarias. Si cambian las formas de vincularnos con nuestros hijos y, sobre todo, la equidad de tareas y responsabilidades, ¿cómo pensamos la paternidad los escritores contemporáneos? Experimentar ese nuevo lazo afectivo, ¿cambia nuestra literatura?

Es un misterio cómo puede tocar la paternidad la obra de cada escritor. En su último libro, Cameron, Hernán Ronsino volvió a la forma breve y a explorar con acierto voces ajenas a su universo. Cuenta que no hubiese sido escrito sin la presencia de su hija, con las demandas propias de la relación, en un departamento mínimo que habitó en una residencia en Zurich. Algo similar plantea Francisco Bitar, cuando dice que los cuentos de Acá había un río lo escribió con su primera hija a upa, en un cuaderno, a mano, asumiendo en su estética las condiciones materiales que fomentaron su poética concisa, sinóptica y personal. Por mi parte, recién llevo un mes bailando la música de la paternidad. Este texto es lo primero que escribo, en los intersticios del sueño, de la noche recuperada, de la siesta infinita de la cuarentena. Aún no puedo identificar qué me sucederá como escritor, ni en qué modelo de padre-escritor voy a decantar. Sin embargo, en estos días empecé a percibir cierta transformación en los manifiestos internalizados. “Entregarle la vida a la literatura” se transformó en una piedra pesada, horadada con la alienación sacrificial que ahora no me interesa corresponder. En todo caso, pienso, mientras tomo apuntes en un cuaderno con mi hijo en brazos, que, de acá en más, elijo entregarle la literatura a la vida, sea lo que sea que esa frase signifique.

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Federico Penelas, “La persistencia del desecho”

Espacio Murena, 23 de marzo de 2020

Una escena se repite en La médium: niños, púberes, adolescentes, que miran un desecho desde el balcón. Un almohadón, un libro, una bolsa con un animal muerto. La persistencia de lo desechado y sus distintos destinos. La escena es impúdica; los niños, púberes, adolescentes, espían lo desechado y, así, no lo dejan ir. La distancia que la altura impone les da la impunidad de la contemplación y, a la vez, los magnetiza. Magnetismo no como unión, o sí, pero como unidad que da el desapego. Ese espacio que da la distancia –el espacio entre la infancia y los desechos, ese espacio con lo que se repele– los cautiva y los mantiene atentos. Es que el descubrimiento infantil de los imanes se fascina más con la repelencia que con la atracción. La vivencia de lo inacercable es mucho más lúdica y morbosa que la de la inevitabilidad del contacto, pues ya no se trata de acción a distancia, sino que la distancia misma es la acción.

La médium no es otra cosa que la poetización de la narración de esa distancia magnética. El texto mismo propone la hipótesis de la atracción por la distancia infranqueable que da la oposición de los polos idénticos, el magnetismo negativo: “un viejo imán / con un dejo de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”. La identidad de los imanes los aparta, aunque el desgaste de uno de ellos permite una cercanía mayor. Pero la clave de la poetización está en la conciencia de la distancia, por eso la repetición de esa imagen del balconeo contemplador de lo perdido.

La médium se distancia así de El río ebrio, aquel otro poemario de Lucas Soares atravesado por el tema de la ausencia/presencia paterna. Catorce años después de aquel libro dedicado a su padre Norberto, Soares vuelve a lidiar con su espíritu, el cual, dice, “…se me presentó / a través de ella”. La irrupción años atrás del extraordinario Black out de María Moreno hacía pensar en cómo habría leído Soares aquella crónica en la que son centrales los relatos en torno a la figura de su padre Norberto. No cabe duda, ahora, de que esa lectura devino en este nuevo abordaje poético. La médium es, así, María Moreno, quien cierra el libro con el texto de contratapa. Es a través de la médium Moreno que La médium ajusta cuentas con El río ebrio. El ajuste es una operación de tramitar la distancia tematizando la distancia (de habitación a habitación, de auto a auto, de la farmacia a la licorería). El tiempo que ha pasado permite enfocar el espacio infranqueable que une a padre e hijo a través de un relato de caída, como el del almohadón fetiche. La contemplación de la caída que la médium provee es lo que instaura ese “aire magnético”.

La distancia entre La médium y El río ebrio –la que narra los nuevos ojos del hijo al contemplar al padre, ahora caído, desde la distancia que da ver, ahora, desde la altura de la adultez definitiva– se ejerce a través de una serie de desplazamientos en el registro. Del tecleo viril (con “dedos gordos”) de la máquina de escribir (que en La médium solo aparece en la lejanía de una fotografía), a los cuadernos manuscritos y, finalmente, a la voz impotente en el teléfono. Del padre “ebrio” al padre “borracho”. Y, sobre todo, de la dignidad de la copa de vino, a la obscenidad del vaso de whisky. El whisky es el conjuro a través del cual la médium Moreno le planta al poeta el espíritu gastado del padre distante. El whisky que apenas era metonimizado en El río ebrio a través de la imagen de “los cubitos”, para ser ocultado detrás del vino que permitía la imagen de un río vital, ahora, en La médium, está en el proscenio de la escena como sinécdoque de la caída.

Sin embargo no todo lo caído corre el mismo destino. El almohadón (fetiche de la idealización del niño) se pudre; el murciélago (figura de la amenaza de la sombra hamletiana del padre) confirma su muerte al, finalmente, no salir de su bolsa mortaja. Pero el libro (lo que queda escrito) es reciclado, salvándose de un destino de deterioro y olvido. El libro es, a su vez, “el libro de los Testigos”; claro, como la médium Moreno que con su propia escritura encendió la llama del hijo.

Lo extraordinario de La médium es que, a la vez que el relato de la acción de esa presencia distante “con un resto de atracción”, es, como no puede no ser frente al descentramiento paterno, un relato de amistad, de la barra de niños, púberes, adolescentes que comienzan a configurar sus propias “grutas mentales” y se deleitan haciendo caer, “como fichas de dominó”, los apegos familiares. Si en El río ebrio la imagen es la del niño junto al padre en el bar a la espera de que se termine el vino, en La médium la escena en la que el padre, a lo lejos, apenas respira sus palabras de sonámbulo borracho de whisky, se completa con la del hijo en compañía de la banda que encuentra su propia voz.

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Laura Camargo, “La médium”

Sitio Indie Hoy, 27 de noviembre de 2019

La relación paternofilial ha sido el leitmotiv de muchos libros. Dentro de ellos, podemos nombrar Carta al padre de Franz Kafka, Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir, Infancia de J. M. Coetzee y La invención de la soledad de Paul Auster. Aquellos son, sin dudas, libros que ocupan un lugar especial en la trayectoria de sus autores porque, aunque algunos dicen que toda obra es autobiográfica, escribir sobre nuestros padres y la sombra que proyectan en nuestras vidas requiere coraje.

La médium (Mansalva, 2019) es el más reciente libro del poeta y filósofo argentino Lucas Soares. El texto se divide en dos partes. La primera de ellas se titula “Dandy” y está esbozada en prosa, en párrafos que sirven como cápsulas de información que contienen anécdotas de la infancia y adolescencia del propio Soares. Los personajes principales son él mismo, dos amigos de su infancia y su padre, el periodista cultural y escritor Norberto Soares.

La segunda se denomina “La médium” y está escrita en formato de poesía narrativa. En sus versos se dibujan escenas cotidianas en las que se trasluce la melancolía y el afán por comunicarse con un progenitor fallecido. La médium, más que un personaje en sí, es el nombre de ese ejercicio de evocación que, de algún modo, abre las puertas a la reconciliación con el legado paterno.

Quizá lo más valioso de este libro sea la manera en cómo las dos secciones del mismo dialogan entre sí. No se trata de una obra que permite una lectura lineal, sino que exige una revisión de todas sus páginas para armar su sentido. En cuanto a la naturaleza de sus versos, al igual que en obras anteriores como La sorda y el pudor (Mansalva, 2016), Soares propone una literatura fotográfica, que arma escenarios perfectamente reproducibles a nivel visual y con cierta carga de humor oscuro o emotividad, dependiendo del caso.

las fantasías de mi padre
dichas al oído de las mujeres
a quienes llamaba de madrugada

a veces las escucho
cuando paso de noche
por la casa del electricista
y miro uno por uno
los duendes de su jardín

o mientras veo cómo los taxis
pasan de largo a una travesti
que baila haciendo señas
en una cuadra sin luz

Al respecto del proceso de creación de este libro, Soares nos comentó: “Me llevó aproximadamente dos años encontrar la estructura para este libro. De hecho, antes de dar con su estructura final, probé distintos formatos que no me terminaban de cerrar. Lo primero que escribí fueron los relatos de la primera parte sobre la relación de un preadolescente con su padre, un escritor alcohólico y bloqueado creativamente desde hace años, y con sus dos mejores amigos. Más tarde empecé a escribir poemas que volvían sobre algunas de esas escenas”.

Por otra parte, sobre el formato elegido para las dos partes del texto, él anotó: “El criterio que seguí para el armado del libro fue como el de un disco con dos caras. Como si los poemas de la segunda parte fueran el lado B, la otra versión (cover) de los relatos de la primera parte. Quería que las dos caras del libro-disco fueran complementarias y autónomas a la vez, como dos imanes que se atraen y repelen entre sí”.

Si bien la figura bohemia de su padre ha estado presente en su obra desde su debut literario El Río Ebrio (Paradiso, 2005), es en La médium donde Soares verdaderamente se anima a viajar al pasado, a revolver en el cajón de sus recuerdos más dolorosos y más preciados y a convertir esas historias en pasajes bien construidos, aptos para la lectura por parte de terceros.

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Mario Nosotti, “Padre e hijo: herencias, pases y relevos”

Revista Ñ, Diario Clarín, 23 de noviembre de 2019, p. 20

La médium de Lucas Soares es un relato de infancia y un poético ajuste de cuentas con un progenitor.

 

“Los sábados a la noche mi padre esperaba a que me durmiera y se emborrachaba solo. Al otro día yo me despertaba alrededor de las diez y me quedaba escuchando su respiración, mirando el techo del monoambiente y el único canal de televisión que sintonizaba la antena, donde pasaban carreras de TC2000”. Hondos, intensos, de una elegancia suave y contenida, los textos de La médium se engarzan como cuentas de un collar para narrar la historia de un padre escritor (al que le cuesta sentarse a escribir y terminar sus cuentos), narrada por el hijo que ahora escribe y evoca ese período, mezcla de desamparo y resistencia, anhelo e inquietud.

Norberto Soares, que no aparece nombrado, fue un escritor y periodista que trajinó las redacciones de Acción, Primera Plana y La Opinión, donde insistía en reseñar libros de autores poco conocidos –hablamos de los años 70– como La obsesión del espacio de Zelarayán, o Las tumbas de Enrique Medina, que luego se convertirían en centrales. Autor de un solo libro, Gente que baila (reeditado por Ricardo Piglia en 2013 para la Serie del Reciénvenido), un volumen de cuentos que publicó pasados sus cincuenta años, fue un personaje oculto de la bohemia porteña, un lector exquisito y un gran conversador.

La primera de las dos partes del libro, “Dandy”, nombre del bar en el que padre e hijo solían desayunar, esparce las viñetas de esa historia astillada: los tiempos de bloqueo creativo, en los que el padre se queda escribiendo de noche y whisky de por medio hace llamadas a antiguas novias o a alguna amante para leerles el comienzo de sus cuentos; la sombra agigantada del escritor Miguel Briante (compañero de redacción de Norberto en varios suplementos culturales); u otra novia que se queda a dormir y lo asiste en su respiración dificultosa, metáfora de un tiempo sostenido en la vulnerabilidad.

El recuerdo del padre, especie de fantasma ineludible, asoma en el enorme caudal de lo no dicho, vacío que arma y tensa los apuntes de este breve libro. Y entramada a esa historia está la pubertad del propio narrador: los juegos con Lole y Hugata, amigos junto a los que construye recovecos, instancias donde dar rienda suelta a las preguntas que pulsan por salir. También está el origen de la vocación, cifrada en los potentes –aunque en esos momentos quizás inadvertidos– actos de traspaso: una foto en blanco y negro en la que a los cuatro años Lucas está sentado a upa de su padre tecleando una Olivetti, o los cuadernos Gloria en los que el escritor apunta ideas y que el hijo interviene: “me gustaba abrir al azar, hojear y hacerles caricaturas en los márgenes”.

Pero el libro no es solo un relato de infancia, es también un ajuste de cuentas con esa figura anhelada y a la vez difusa, como ilustra la escena en la que en represalia al abandono alcohólico del padre, el chico vende en los puestos de usados de la plaza de enfrente los libros que con el sello “servicio de prensa” las editoriales le envían para reseñar.

Como queda en evidencia en trabajos anteriores, a Lucas Soares le interesa experimentar con los géneros y las estructuras. Esta ficción autobiográfica propone un diálogo entre prosa y poesía pero sin mezclarlos, como la realidad y su espejo, o como la memoria y su realización escrita. La segunda parte del libro, “La médium”, está compuesta por poemas breves.

En busca de ese padre que ya no está presente, se recurre a la figura mediadora para traer del más allá no solo la voz y la presencia del progenitor, sino el espíritu de un tiempo ya irrecuperable. Y el único discurso capaz de materializar algo tan real e inasible, como el ruido que en la noche hacen los muebles al distenderse (imagen con que cierra el libro), es la poesía.

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“Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía”

Entrevista de Valeria Tentoni para el blog de Eterna Cadencia, 25 de octubre de 2019

“La poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin”, dice el poeta, autor de La médium (Mansalva) donde regresa a la figura de su padre, Norberto Soares, en clave de prosa poética y de ficción autobiográfica, de “novela poética estallada”, dice. Y también: “La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo”. 

 

“Primer piso en ochava de un edificio en Avenida del Libertador. Allí se mudó mi padre cuando se separó de mi madre. Yo tenía cuatro años y el único recuerdo que tengo de ese departamento se desprende de una foto en blanco y negro, en donde estoy a upa suyo tecleando una Olivetti”, escribe Lucas Soares en su último libro, La médium, publicado por Mansalva. Dividido en dos secciones, el tomo rodea la figura del escritor y periodista Norberto Soares (1944-1999), cuyo único libro, los cuentos de Gente que baila, fue rescatado por Ricardo Piglia en la “Serie del recienvenido” del Fondo de Cultura Económica. En su prólogo, Piglia escribía: “Estaba siempre anunciando libros que nunca escribía; los contaba a la perfección -y recitaba sus mejores páginas- en los bares, donde bebía hasta la madrugada, o en caminatas nocturnas por las calles vacías. (…) Un autor que durante años anunció a sus incrédulos amigos literatos su decisión de escribir el mejor libro posible y que al final -hecho heroico- logró escribir un libro mejor que el que había imaginado para ellos”.

Por su parte Lucas, nacido en Buenos Aires en 1974, es además de poeta Doctor en Filosofía, investigador, docente y director de la colección “La revuelta filosófica” de Editorial Galerna. Es autor de libros como El sueño de las puertas, La sorda y el pudor y Un drama eléctrico. Publicó el primero, El río ebrio, en 2005, y allí también se aventuraba hacia la memoria de aquellos días en los cafés de Buenos Aires esperando que su padre terminase de cenar con, por ejemplo, Miguel Briante, o a las escenas en el edificio de Caballito en que también vivía María Moreno con su familia. La autora de A tontas y a locas retrató a su padre en Black Out, y fue en aquella “condición de testigo ocular” de su infancia que Lucas la convocó para la contratapa. Allí Moreno dice: “La médium es menos un personaje que la metáfora del salto al vacío”.

El libro está dividido en dos partes, y en la primera nos deja con ganas de leerte más en prosa. ¿Cómo pensaste esa incursión?

Bueno, es un poco la clave de la poesía: te deja siempre con la sensación de completar los versos que faltan, la historia que falta. Cuando escribía tenía la sensación de que todos esos textos de la primera parte, e incluso de la segunda, se podían seguir prolongando, pero me gustaba esa cosa abortiva, que te deja con una resonancia. Tiene que ver también con la idea de médium, con toda esa cosa espiritista que aparece en la segunda parte. Los blancos que quedan son los mismos que te deja el trabajo espiritista con una médium.

¿Cómo pensaste al misterio, a lo fantasmático, siendo vos también alguien que viene de la filosofía?

En el caso de la médium juega la idea de retorno, en esa segunda parte se convoca a todas esas figuras que aparecen en la primera desde un movimiento más oracular, con la figura del magnetismo, del sonambulismo, del contacto, de los polos que se atraen y repelen: toda la cuestión del espiritismo mediático me interesa para pensar también la poesía, el alcohol. Son cuestiones que se me fueron aglutinando a partir de la figura de mi viejo, dialogando un poco con Black out de María Moreno, con esa versión, que obviamente es distinta porque esa es la versión de una amiga contemporánea, y esta es la versión de su hijo, que un poco sufre con esa figura alcoholizada y bloqueada creativamente.

¿Cómo te llevás con esa versión? ¿Creés que la escritura es una traición a los hechos?

Justamente ahí, en esa traición, aparece una verdad. Que es la verdad que a veces más duele. La experiencia de lectura de ese capítulo de Black out dedicado a mi viejo me dejó pensando: no importa si esto fue verdaderamente así, esto me duele más que si hubiera sido así. La versión ficcional, porque hay una subjetivación de todos esos acontecimientos, me hizo sentir que conozco mejor a ese personaje que fue mi padre a partir de ese libro que de, quizás, cartas que me escribía él, fotos que veo de él, testimonios de otras personas sobre él. Cuando todo este lenguaje se desempolva yo siento que paso a conocer más a ese personaje que fue mi padre. Siento que llego a conocer un poco más de esas capas geológicas que son nuestros padres, y también de mi propia experiencia como hijo suyo.

Tu mamá psicoanalista, seguramente había otra biblioteca en su casa, ¿a quién seguías para leer?

La educación sentimental literaria vino por el lado de mi viejo. Y también por otro lado: él iba todo el tiempo a comer afuera a los restaurantes del bajo, y yo lo acompañaba con mis cuadernos para dibujar y sus amigos eran Antonio Dal Masetto, Briante. Obviamente me aburría, porque tomaban y las cenas eran larguísimas, pero ese fue un poco mi mundo, estaba metido ahí. Vivía entre escritores. Y veía el alcohol, imágenes que quedaron en El río ebrio, de llenarle el vaso de vino con agua a mi papá para que nos fuéramos más rápido. El alcohol a mí también se me presenta como un obstáculo en mi relación con él. El alcohol fue su médium, la escritura fue su médium…

¿Pero médium entre qué y qué?

Un médium quizás para sintonizar más consigo mismo, con su dolor. Si hay algo que nunca pude, que es el gran innombrable, en el fondo estos dos libros diría que son como maneras de tratar de entender cuál era su dolor, su dolor con mayúscula, su dolor existencial, que yo creo que pasaba por ciertas expectativas respecto de su escritura. Por eso quizás en mi caso sí hay un trabajo súper obsesivo libro por libro pero, por suerte, porque vi lo que es el tormento del escritor autoexigente, del escritor bloqueado, a mí siempre me funcionó lo contrario. Para mí la escritura es un aprendizaje, es un proceso. Qué se yo, este es el libro que salió ahora, mañana saldrá otro, quizás alguno mejor, no sé. Yo no lo puedo determinar.

¿No tenés ese nivel de autoexigencia?

No, para nada. Esa expectativa respecto de su escritura, esa cosa de creer que se puede alcanzar cierto nivel de perfección, también tenía que ver con que fue un crítico literario importante en la época de los suplementos culturales de los años 60. Él hizo la primera reseña de La obsesión del espacio de Zelarayán, por ejemplo.

¿No están compiladas esas notas?

En un momento lo pensamos con Nurit Kasztelan, de Editorial Excursiones, y fuimos a recolectar notas; algunas no se firmaban, pero yo reconocía su escritura. Él ponía la vara muy alta como crítico, y a su vez se aplicaba esa vara a sí mismo.

“Clareada por la nervadura de un relámpago, una familia separaba de la basura el libro de los Testigos”. ¿Reconocés en el estilo de esa línea tuya algo de tu papá? Al menos de la exigencia.  

Bueno, sí, hay mucha corrección, mucho de podar y podar.

¿Y cuándo dejás de corregir?

Cuando siento que ya no hay nada más para sacar. O sea, siempre es sacar, sacar, sacar, hasta que queda algo. Ese pulido viene un poco de él, pero en su caso era algo paralizante. Como ideal, en cuanto a la transmisión de saberes literarios, saberes de escritura que te puede dar un padre escritor, es algo que a mí me caló. Hay en él una cosa barroca, él tiene cierto goce con la adjetivación, que yo no siento que lo tenga, pero sí esa cosa más de orfebre, de tratar de llegar al núcleo duro de la frase, eso es algo que evidentemente me quedó de él. Yo le daba los textos y él me los devolvía híper corregidos, pero también lo vi en cómo él corregía sus propios textos. Él estaba muchísimo tiempo con cada cuento. Toda esa meticulosidad también era un sufrimiento, tenía un costo.

Además lo leíste a tu papá, y debés haber leído cosas que no están publicadas, ¿no?

Sí, sí, claro, y están los cuadernos, que los tiene María.

¿Pensaste a La médium como a un libro de poesía? ¿Trabajaste con los mismos acordes, digamos, que usaste en tus otros libros?

De todos mis libros, este es el que más me costó en cuanto a la caja, a encontrar la estructura. Pasó por muchas estructuras, de hecho. Acá sentí que podía haber una tensión entre la prosa y el verso, que no necesariamente funciona como un mecanismo de réplica de una parte hacia la otra. Esa cosa, como decía, medio abortiva de los relatos se vuelve más aireada en la segunda parte, hay más aire todavía. No quería perder esa dimensión poética: hay un coqueteo con la narrativa, pero mi lugar no es ese. Siento que mi lugar está más del otro lado, pero me animé a apoyarme en esa pata. Si iba a haber prosa, yo sentía que tenía que ser prosa poética. Una prosa que tenga rasgos de la poesía.

Algunos de tus libros de poesía, a la vez, son muy narrativos, como La sorda y el pudor, ¿lo ves así?

Siempre me interesa la novela poética estallada, eso. Esquirlas de una novela que pudo ser. Esa es la sensación que tengo siempre. No me sale, por ahora, trabajar en el formato grandilocuente de la novela, pero sí me interesa la estructura narrativa novelada en la poesía. Y también me gusta para leer. Mis poemas sueltos no funcionan, yo siento que funcionan en una estructura. Hay otro tipo de poesía que funciona de modo autónomo, pero a mí me interesan esos que hacen sistema -sin terminar de hacerlo, porque el sistema da una idea de cosa cerrada-. Me interesa eso que entra dentro de una estructura más narrativa. En algunos de mis libros eso se nota más, como en La sorda y el pudor. Cada vez se va profundizando más lo narrativo, pero todavía dentro de la estructura poética.

¿Y por qué no intentás la novela?

En un momento siento que ya está, y eso quizás para un narrador es el comienzo del relato mientras que yo en esos quizás treinta renglones ya dije todo lo que tenía que decir. Y no puedo seguir tirando de la cuerda. Por ahora siento que hay un formateo poético que no me hace seguir: yo podría seguir, pero no me sale. Siento que sería artificial. Pero sí quería trabajar en esta cosa más anfibia, me interesan un montón de recursos de la narrativa. Me interesa traficar recursos de la narrativa en la poesía, y de la poesía en la narrativa. Me encanta el género híbrido, es lo que más leo.

¿Qué libro tenías presente como antecedentes, si alguno, en La médium?

Libros como Crónicas de motel, de Sam Sheppard, que es como una especie de diario y fue la primera vez que yo vi esa especie de copertenencia entre el verso y a prosa, con poemas que tienen que ver con lo que aparece en la prosa. Mientras estaba escribiendo esto leía muchos relatos de infancia, como Infancia en Berlín de Benjamin, y también muchos libros sobre espiritismo, sobre todo para tomar significantes. Me interesaba ver qué aspectos de médium podía haber en la figura de mi viejo, tiene que ver con eso; con el sonambulismo, con las llamadas a mujeres a la medianoche, cierta cuestión de la figura fantasmática del padre, el magnetismo. Y la cuestión de la escritura en diferido.

Ricardo Piglia lo retrata en el prólogo a Gente que baila como alguien que le contaba sus libros a sus amigos en bares pero que tardó mucho en publicar.

Sí, María Moreno también lo retrata así, él publica su primer libro a los cincuenta después de haberle prometido a mil amigos del ambiente crítico literario que tenía el libro guardado. Y cuando publica su libro ya es un tipo grande, no era ni la joven promesa ni el escritor consagrado, ¿cómo ubicar hoy la figura del escritor al ser mucho más importante que la obra?

Y cómo pensar a la obra. Quizás Piglia habilita en ese prólogo el pensarla de un modo extendido. Esas conversaciones, ¿eran ya obra? Quizás él escribía todo el tiempo, pero de otra manera. En tu libro vos acercás la idea de que quizás también escribiera en esos llamados a mujeres, ¿no?

Sí, pensar en una escritura oral… A mí eso me impactó siempre. Lo que me pasó con el libro de María Moreno fue quedar ante la verdad de la ficción: esa verdad que a veces es mucho más dura que el relato fidedigno, exhaustivo, porque no existe ese relato. Ella trabaja una versión, pero una versión que a mí me pega. Y mi versión es la de sufrir por el sufrimiento de tu padre bloqueado durante décadas, décadas hablando sobre la traba que le produjo el primer y único libro. Estuvo la trabazón para llegar a publicarlo, un libro que tenía híper pulido desde los treinta y pico, y el bloqueo posterior. Yo vivo todo eso, toda esa degradación sobre todo para una figura para quien la cosa es “la escritura o la vida”; él es esa figura de escritor para la cual es disyuntivo, es la escritura o la vida. Si la escritura no funciona, la vida se deprecia, se estanca. La vida se estanca porque la escritura no progresa, y ahí la muleta del alcohol. Bueno, todo eso yo lo veo y lo proceso y lo simbolizo, de alguna manera.

¿Cómo fue para vos empezar a escribir viendo todas estas secuencias con tu papá? ¿Cómo procesaste la figura del escritor?

Se da un poco algo de la imitación, de la mímesis con tu padre. Vos te criás en un ámbito de redacciones, de ir a buscarlo a Revista Acción, llegar a una redacción en la que había miles de libros para reseñar, toda una biblioteca llena de libros con sello de servicio de prensa. La figura de los libros estaba siempre. La escritura empieza en el formato poético a mis quince, y después fue no querer hacer una carrera en relación a eso y elegir Filosofía porque justamente me parecía un registro que tiene sus propias leyes. Se toca y no se toca, es complementario en un punto. Y en el caso de la relación con la escritura, diría que fue desde los quince y no paró. Hubo en el medio tres o cuatro libros que no me gustaban.

¿Los publicaste?

No, no, por suerte. Mi primer libro publicado fue a los treinta y uno, paradójicamente fue un libro sobre él. Su muerte había pasado hacía siete u ocho años y fue un libro que decantó como un libro, tal cual. Fue la sensación de haber encontrado una voz: me guste o no, le guste a alguien o no, yo sentí que ahí había algo auténtico. En los otros había una voz totalmente impersonal, esa forma de escribir que a veces uno tiene cuando empieza, que es la de escribir como se debería escribir.

¿Alguien llegó a leer esos libros que no publicaste?

Los leía él, llegó a leerlos. Era muy generoso. A diferencia de muchas figuras intelectuales, él era un tipo que te estimulaba. Pero sí, de alguna manera me advertía que todavía había en esos libros una cosa medio artificial, que no había una voz personal. No eran publicables. El río ebrio, como Mudanza, es regresar un poco a la novela familiar; hay algo de la novela familiar, de la figura del padre, que cada tanto me agarra. Se vuelven una especie de docuficción, o de autoficción si querés, y esa también fue la idea con este libro, en formato de prosa poética. Pero fue volver desde otro lugar, completamente diferente al de El río ebrio y al de Mudanza.

¿Sentís que la escritura te convierte a vos en médium de ciertas cosas?

Sí, para mí la poesía es un médium. Vos sos hablado por muchas voces. Quizás el trabajo más apolíneo es el de ordenamiento de esas voces, de encontrar una estructura para que no se caotice, encontrarles cierto cauce. A mí la cuestión formal me re interesa, más que nada desde el punto de vista de estos recursos de la narrativa. No me interesa la poesía conceptual, no me interesa la poesía metafísica, no me interesa la poesía filosófica, no la puedo ni leer, no me gusta cuando se cruzan. Son dos registros que para mí tienen sus reglas, sus juegos de lenguaje completamente distintos, que a veces se tocan -de hecho, ese punto de contacto es el que más me interesa-, pero en una cosa más ensayística, no en lo poético, no. Lo más filosófico que yo puedo ver en el trabajo es la necesidad de que haya una estructura conceptual fuerte que recepte todos estos poemas.

Hablaste de la cualidad de médium de la poesía, ¿qué poder le asignarías a la poesía como procedimiento? Muchos poetas se han referido a lo largo de la historia, por ejemplo, a su poder oracular.

No lo pienso conceptualmente, no podría justificar por qué, pero sí es un tipo de habla, de aparecer que es completamente oracular. Me encanta el estado de inseguridad en el que me deja. Yo trabajo enseñando muchas veces sistemas de pensamiento donde de alguna manera se trata de que ciertas cosas cierren, o, si sos más nietzscheano, de respetar que las cosas no cierren, pero explico por qué no cierran. Para mí, justamente, la poesía es ese registro que te deja en estado de intemperie sin fin. De intemperie y de no explicación de esa intemperie: no hay ningún tipo de apoyo, el único apoyo que tenés es este balbuceo que sale y que nunca termina de hacer sentido, ni siquiera para vos como autor.

¿Qué dirías es lo poético en lo poético?

Hay algo del orden más espiritista, cierta escucha que se forma en vos por la cual podés captar esas resonancias. No sé de dónde viene. Es algo auditivo, hay algo de locura, de oír voces; por suerte esas voces no te toman. Pero hay algo de la línea de la poesía como locura, en el sentido del poeta como poseído, esa línea más griega que después retoma el romanticismo, es una línea que está. Después está la línea de Valéry, Poe, el poema con una factura racional, planeada, programada. Para mí las dos son válidas. Siento que trabajo con las dos. Pero la materia prima, cómo llega, es algo de escuchar voces.

Hay muchos poetas extraordinarios que incursionaron en la narrativa con resultados también extraordinarios, por ejemplo Philip Larkin, ¿te interesa? ¿Sos lector de esos cruces?

Bueno, ese pasaje generalmente es bueno, de la poesía a la narrativa. Muchas veces lo lleva a una narrativa muy poética, muy condensada; a veces no siento que funcione a la inversa, venís del palo de la narrativa y pasás a la poesía. Pero siempre hay excepciones.

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Osvaldo Aguirre, “La arquitectura del fantasma”

La Agenda Revista, 4 de octubre de 2019

En una ficción autobiográfica, La médium, Lucas Soares aborda la figura de su padre, escritor y periodista, que escribió un solo libro e hizo escuela.

 

Una noche, desde un colectivo, vio a su padre parado frente a la vidriera de una vinoteca y después dentro del negocio. Bajó y se quedó en la calle para simular un encuentro casual. Se escondió en una farmacia que estaba al lado, pero cuando salió el padre ya no estaba. Recorrió la manzana, fue y volvió. Como en un sueño, el padre había desaparecido.

Lucas Soares relata la experiencia en un texto de su último libro. El origen de La médium, un nuevo giro en su novela familiar, podría encontrarse en la necesidad de reparar ese desencuentro. La búsqueda del padre, el alcohol y las ensoñaciones nocturnas conforman la trama de una ficción autobiográfica desplegada en torno a una presencia fantasmal, aquella que puede garantizar una intermediaria con el más allá: el espíritu de los muertos, su voz.

Como los libros anteriores de Soares, La médium está conformado por partes relacionadas entre sí según una lógica narrativa y conceptual. La primera, “Dandy”, como el nombre del bar donde desayunaba con el padre, contiene una serie de textos en prosa que evocan la figura paterna y también, en segundo plano, a dos amigos de la pubertad, Lole y Hugata. Los personajes retornan en la segunda parte, que lleva el mismo título del libro, en este caso a través de un conjunto de poemas. El hilo conductor es esa figura que no se nombra, que se da por sobreentendida: el escritor y periodista Norberto Soares (1944-1999).

“A veces, pienso en Norberto Soares, puede ser una música en la ciudad o los tonos de la prosa del libro que estoy leyendo o la figura vacilante de alguien que se aleja en la noche”, escribió Ricardo Piglia en el prólogo a la reedición de los cuentos de Gente que baila, el único libro publicado por Soares. El retrato mítico tiene otra versión más desarrollada en un capítulo de Black out, donde María Moreno lo describe como “dueño de mesa en la calle Corrientes, alguien que acaparaba la conversación con una seguridad total”, influyente crítico de libros en la revista Primera Plana y escritor de una obra postergada, secreta y en definitiva inconclusa.

Prototipo del genio oral, aquel que deslumbra con su conversación pero nunca llega a la escritura, Norberto Soares persiste en las memorias recientes como un periodista que ayudó a muchos escritores y anticipó un canon de lecturas actual. La historia de su intervención para lograr la publicación de La obsesión del espacio (1972), el primer libro de Ricardo Zelarayán, es ejemplar de su estrategia: Soares le dedicó dos páginas de la prestigiosa revista en la que trabajaba al libro inédito de un autor desconocido, y la nota exigía que un editor se hiciera cargo del texto, lo que ocurrió poco después. Y a la luz de la biografía la anécdota también puede ser reveladora de su estatuto como escritor, porque Soares pudo observar su propia imagen en la de Zelarayán, el escritor sin obra, el que perdía o abandonaba sus propios textos, el escritor que finalmente se desentendía de las condiciones y los requisitos del mundo editorial.

En la misma clave pueden comprenderse sus referencias a Miguel Briante, uno de los escritores a los que ayudó, un leit-motiv de su conversación y también su opuesto, porque si Soares encarnó también al autor tardío, aquel que publica mucho después de lo que supuestamente corresponde por la cronología, Briante llegó “demasiado temprano”, según una de sus anotaciones, y en un sentido le hizo de espejo, como recuerda Lucas Soares: “Desde muy chico, mi padre me hablaba de Briante. En su relato era una especie de personaje literario, que adoptaba diferentes figuras (…) Pienso que para él hablar sobre Briante era una forma de hablar de sí mismo”.

Gente que baila tuvo su primera edición en 1993 “y como suele suceder, pasó poco”, escribe María Moreno. Los comentarios sobre la reedición póstuma (2013) coincidieron en cambio en el reconocimiento y también en el pesar por el hecho de que Norberto Soares no haya completado su proyecto como escritor. Como si lograr un libro extraordinario resultara insuficiente, o como si no hubiera una obra en el trabajo periodístico que dejó disperso en infinidad de publicaciones.

Pero escribir fue también un compromiso cumplido a medias. “Cuando mi padre entraba en sus largas temporadas de bloqueo creativo, por las que solía deprimirse, yo le hacía prometer que cuando me fuera a dormir él se pondría a escribir”, recuerda Lucas Soares en La médium. Al despertar, en medio de la noche, escuchaba al padre hablar por teléfono con viejas amigas, ex novias o amantes, a quienes les leía los comienzos de cuentos que no llegaban a tener final, “y me acostaba pensando que no cumplía con su promesa”. Norberto Soares tomaba notas en cuadernos marca Gloria, que Lucas Soares abría al azar, leía –“aunque por lo general no entendía su letra, me daba cuenta de que en esos cuadernos él apuntaba frases, ideas y sobre todo comienzos de cuentos”, dice en La médium– y donde también escribía, al agregar comentarios en el margen. Según lo que cuenta y lo que escribe Lucas Soares, la transmisión de padre a hijo fue de libros –los libros con el sello “servicio de prensa” que iban a parar a los puestos de libros usados y también los libros de la biblioteca paterna que guardaban notas traspapeladas, pequeños tesoros–, de lecturas –Gombrowicz, Thomas Bernhard, recomendados a un hijo de 15 años– y también de una palabra “que dejaste/ pendiente en mí”, como escribió en El río ebrio (2005), su primer libro de poemas.

El parentesco entre la literatura de Lucas Soares y la de Norberto Soares puede reconocerse en el privilegio concedido a la construcción de los personajes por encima de las tramas, y en la escritura pensada (o por lo menos practicada) como implosión de una novela. Al reconstruir el origen de El río ebrio, Lucas Soares recupera una revelación durante el velatorio de su padre: “En una pausa del desfile interminable de “lo siento mucho”, paso por la escalera mecánica del velatorio y me veo reflejado en el espejo que la enmarca –cuenta–. Mientras me miro escucho la voz de mi padre decir “no vinimos a hablar de mí”, una frase que él solía repetirme ofuscado cuando íbamos a cenar y yo le sacaba el tema de mi preocupación porque estuviera tomando tanto”. En La médium, la voz del padre dice otra cosa: “I´m back”, una frase tomada de la película El color del dinero que usaba como una expresión de felicidad.

Lucas Soares dice que quiere escribir libros que sean como álbumes de fotos, y las fotografías son un tema de La médium: las que descubre en la casa de un amigo de la infancia y sobre todo las de padre e hijo, tomadas por un fotógrafo para quien son su experimento literario y los hace posar junto con máquinas de escribir. La estructura del libro tiene además un apoyo fuerte en el aspecto visual, tanto que podría leerse también como una colección de imágenes potentes, cargadas de significación: el almohadón que el padre arroja al pozo de aire y luz del edificio donde vive y el hijo observa mientras se pudre; el tic nervioso en la mirada del padre; un murciélago “colgado del aspa del ventilador/ como una pequeña momia invertida”.

Entre esas imágenes hay una transfiguración del padre. En una noche fría, dos taxis quedan apareados y del otro lado de la ventanilla aparece por un momento el rostro del padre: “enfrentados/ la respiración de cada uno/ empaña los vidrios/ y nos perdemos de vista”. Porque hay un punto en el que cada uno, finalmente, hace su camino.

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Mauro Libertella, “El pasado es siempre un rompecabezas”

Diario Clarín, 3 de octubre de 2019, p. 2

La médium es un libro breve, quizás demasiado breve, y sin embargo alcanza para contener esa inmensidad que es la relación entre un padre y un hijo. El padre de Lucas Soares, Norberto, fue un personaje icónico de la bohemia porteña de los años setenta y ochenta, perdido en la barca del “melancoholismo”, que portaba al mismo tiempo una imposibilidad y un talento, un escritor de obra esporádica y conversación inolvidable, según sabemos por evocaciones de Ricardo Piglia o de María Moreno, entre otros.

En La médium, Lucas Soares se apoya sobre el único recurso formal que puede dar cuenta, paradojalmente, de una totalidad: el fragmento. La experiencia está astillada, el pasado es siempre un rompecabezas, y por eso este libro está hecho sobre la base de pedazos, de géneros –narrativa, poesía–, de una hibridez que es al mismo tiempo su posibilidad de existencia y su límite. Un libro duro y tierno, todo junto y al mismo tiempo.

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