Carlos Ríos, “Ser lo que uno oye”

Sitio Bazar Americano, nº 63, septiembre-octubre 2017

En poco más de medio centenar de páginas, el libro de Lucas Soares (Buenos Aires, 1974) expone dos epígrafes y diecinueve poemas. En el primer epígrafe, John Cage relata la experiencia de haber percibido, en la cámara anenoica de la Universidad de Harvard, la circulación de la sangre y el funcionamiento de su sistema nervioso. En el segundo, Duchamp pareciera desmentir la ausencia de silencio que registra Cage en la cámara, al ubicar el silencio del lado de la luz eléctrica, incluso por encima de ella (pensemos en un Duchamp dedicado a componer para un piano preparado y en las performances sonoras en las que incursionó con Cage).

Los diecinueve poemas, a su vez, podrían dividirse en tres segmentos: un poema introductorio en el que se plantea la experiencia de la escucha dentro del cuarto de silencio; los diecisiete poemas siguientes y su descripción de eso que se escucha; y un poema de cierre, que compara la situación de escucha con el drama de una paloma apoyada en un cable eléctrico. El drama, ahí, como la precipitación de una amenaza que no termina de formularse, frente a un bicho que parece no enterarse nunca de nada (alejado del canto pentagramado de los pájaros, el bucle sonoro que emite la paloma posee una extrañeza vagamente experimental). Así planteados, los diecinueve poemas –textos muy breves, concentrados, desprovistos de puntuación– podrían funcionar como uno solo, pero esto sucede en una lectura inicial; en recorridos subsiguientes, cada poema mueve las cadenas de sentido a su favor al armar una microescena de audición, acaso protonarrativa; el conjunto configura, juguemos, un diminuto y efímero Museo de la Escucha, ya silenciado el mundo exterior. En fin, el libro instituyéndose como una obra de arte ¿conceptual?

Ahora quedan las fisuras, el destejerse del primer silencio. ¿De qué está hecha la materia que se escucha con “los oídos a oscuras”, en “el cuarto/ más tranquilo/ y silencioso del mundo”? Los diecisiete poemas dan cuenta de eso que habita en lo infraordinario –o forcemos los términos al poner un horizonte duchampiano: en lo infraleve– y que de tan cerca no escuchamos (tapiarse es el salvoconducto para no enloquecer). En eso que se escucha el sonido está o hay que imaginárselo: temblores, un picoteo, roce de alas, sudor, vibración, el tema “Time” de Scorpions, un serpenteo, voz de madre, lágrimas, discurso, contorsiones de un pez, etcétera (son veintidós cosas las escuchadas en el cuarto de silencio). En cada escucha hay inminencias de relato o peligro, desempleo, desorden y belleza: “el hormigueo/ de un rayo de sol/ que deja en tu cara/ un tatuaje de luz”.

Aquel “procedimiento de ingeniería” al que alude Cage en el epígrafe, podría aplicarse a los poemas que dan cuenta de diversas escuchas dentro de una aparente insonoridad. Leamos: “el zumbido/ de una puerta giratoria/ y las distintas velocidades/ de la gente/ al empujarla”. ¿Sonidos o imágenes? No hay escalpelo en la lectura que libere una cosa de la otra. El poema, vuelto un artefacto cuyo nombre de pila es “cámara sorda” y liberado provisionalmente de cualquier eco, se dedica a testear el sentido de su propia energía (algo que aprobarían Cage y Duchamp, tan afectos a esas diseminaciones). Otros dirán: a reinventarse. En cada caso, lo que importa vendría a examinar de qué se ha desprendido.

Afianzándose en ejercicios de composición que registran esas excursiones de “los oídos a oscuras”, en el modo de acercar a la página en blanco (sorda) las insinuaciones sonoras que sobreviven, a medias soterradas, el libro de Lucas Soares arrima la pregunta. ¿Qué es ese rastro, huella de qué? ¿Un otro en sí mismo? La ecuación persiste en la paloma unida a su tormento eléctrico y en “el drama/ donde uno se convierte/ en los sonidos que oye”. En el misterio de un reiniciarse –mencionado por Iosi Havilio en la contratapa–, el contrapunto de esa fatalidad.

El efecto del libro bien podría considerarse como un desgarro en la audición. Cada historia tiene, en su origen, un sonido. Eso que no queremos escuchar y que, por fortuna, no escuchamos.

Link a la reseña

Marcelo D. Díaz, “Un drama eléctrico”

Revista Otra Parte, n° 225, 20 de julio de 2017

En el nuevo libro de Lucas Soares predomina un tono epigramático, versos dispersos, breves como esquirlas, que articulan un único poema, juego de contrastes entre sonido y silencio. El mundo, desde esta perspectiva, es una cámara acústica atravesada por imágenes sonoras casi imperceptibles: “un cuarto/ que puede llevarte/ al borde de la locura/ en menos de una hora/ el cuarto/ más tranquilo/ y silencioso del mundo/ donde los oídos/ a oscuras/ llegan a escuchar:/ los temblores/ de tu cuerpo/ apoyado sobre la entrada/ de una obra/ en construcción/ parada”. Lo que se escucha, y lo que se ve, es una secuencia ininterrumpida de escenas que integran en un mismo plano enjambres de palomas, canciones de bandas de los años ochenta, bolsas de supermercado, voces de madres mientras miran televisión por la mañana, carteles maltratados por el paso del tiempo y frases de personajes de la cultura oriental.

La materia de los textos de Soares es la realidad misma y la escritura se sostiene como el tambaleo de un equilibrista en el vacío. El poeta se mimetiza con lo que dice y lo que escucha. El espacio exterior se convierte en una habitación privada, un universo íntimo desde el cual se percibe de manera fragmentada lo real. Hay un doble movimiento, parecido a un bucle, entre la representación mental, el significado de las cosas y las cosas en sí designadas por la lengua. A veces aquello que nombramos no coincide con aquello que nos representamos mentalmente; cuando eso sucede, el resultado del desacuerdo es enigmático y nos obliga a revisar el modo de entender nuestra relación con las palabras.

La lengua aquí es un ojo, sí, pero también es un órgano que traduce sonidos desde un terreno cercano al ruido y al silencio. No sólo se fotografía la realidad sino que se registran los ruidos y los sonidos que acompañan los espacios cotidianos: “el zumbido/ de una puerta giratoria/ y las distintas velocidades/ de la gente/ al empujarla […] un globo/ de hello kitty/ pegado al techo/ de una estación de tren/ perdiendo/ de a poco/ el aire/ de su personaje”. Los versos parecen estar inscriptos en un encuadre óptico, dibujando un paisaje narrado con la visión, como planteaba John Cage; en este caso, el poeta comparte las inquietudes y los desafíos del fotógrafo. No hay momentos epifánicos; todo se sostiene en una línea monocorde y visual donde la subjetividad se funde con los acontecimientos provenientes de afuera en una síntesis de lirismo urbano. Las imágenes sostienen el mundo del poeta. Narran una vivencia desde las coordenadas del aquí y ahora; más allá de los hechos del pasado o del porvenir, Soares escribe desde un presente que reúne distintos ángulos y puntos de vista en una misma enunciación poética.

Para Gilles Deleuze, un libro es como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona o no, y también cómo funciona. Es decir, una suerte de dispositivo de lectura que tiene o no efecto de acuerdo con el modo en que nos vinculemos con él y de acuerdo con nuestras intenciones. En el camino están la intensidad y la emoción, donde no hay nada que explicar, ni argumentar o interpretar, como si entre el lector y el texto hubiera una conexión eléctrica. En esa dirección releo los versos de Lucas Soares como si la electricidad salpicara al lector: “atascado/ en el cuarto/ como una paloma/ en el drama/ de su cable eléctrico”.

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