Carlos Battilana, “Una especie de intensidad”

Sitio Poesía Argentina, nº 4, septiembre de 2013

Roña comienza con una cita de Alberto Migré. ¿En qué esfera de la cultura situar a Migré? Respetado por la comunidad de la industria de la televisión, hoy día tiene el consentimiento de una cofradía culta que, mediante sobreentendidos, comprende que estamos ante un verdadero autor. ¿Cuál es el secreto artístico de Migré, en qué consiste su singularidad? Sin quejarse de los formatos que le había propuesto la TV, aprovechó no sólo sus procedimientos con el objeto de filtrar cierta crítica social, a veces política, sino que construyó una estética de la emoción. Migré tuvo una verdad que contar y en los límites del espacio televisivo, segregó cierta emotividad de la experiencia urbana. Migré tuvo otro mérito: nunca fue arrogante con sus personajes, no estuvo más allá de ellos. Como íconos anónimos de la urbe, en sus textos despunta un sentimiento que los griegos explicaron y desarrollaron con maestría en sus notables tragedias: la piedad. Pero la de Migré es una piedad invisible. Sumó otro condimento: historizó las telenovelas. Los relatos atemporales y el aire enrarecido del estudio de la televisión, fueron suplantados por una percepción del presente histórico y, consecuentemente, por un registro del habla pública, un vocabulario y una gramática determinadas socialmente. Allí sitúa sus historias: un presente sin más proyecciones que su propia temporalidad, en la que habitan las vacilaciones y las contradicciones de sus héroes, el constante sobresalto en el que viven sin demasiadas certezas, presos de tormentas afectivas y personales que la polis les impone.

Cito un fragmento de Fabián Casas:

“Hay un montón de escritores que están para uno en un limbo impreciso. Por ejemplo, en mi caso, Soriano, Geno Díaz, Dal Masetto, Rabanal, PoldyBird y Vicente Battista –para nombrar sólo unos pocos– forman una escudería que, no sabría justificar por qué, va de la mano. Seguro que son diferentes, disímiles, pero los pongo, como diría mi vieja profesora de matemática, dentro del Conjunto A”.

¿Dónde situar a Alberto Migré? ¿En cuál conjunto? Lejos de la tradición prolijamente literaria de Borges, distante de las temáticas que refieren organizaciones conspirativas y lunáticas, a lo Arlt, Migré está más cerca de Puig, un escritor que abrevó en el teleteatro, el cine y el folletín. Sin alejarse de la fuerza comunicativa del teleteatro, no deja de reflexionar, como Puig, sobre cómo narrar apelando a otros géneros. Siendo un potencial objeto de aquél, Alberto Migré, de algún modo, imita su gesto al nutrirse de otros géneros. Pero a diferencia de Puig, realiza el camino inverso, ya que, en vez de elegir discursos del folletín o del teleteatro, se nutre de la propia literatura. Sin embargo, la literatura a la que recurre es de prestigio dudoso, o percibida con sorna o con indiferencia por los círculos cultivados, una literatura canónica o frecuentada, a menudo, en el ámbito escolar (los poemas de Julia Prilutzky Farny, los cuentos de Poldy Bird, la novela Mi planta de naranja lima, las enseñanzas de El Principito, los aforismos de Narosky). Migré, el mejor de los guionistas de teleteatro, un género considerado como plebeyo en el momento de su realización, recurre a los desechos de la literatura. Y también a distintos discursos de la cultura: en este sentido es sensible a la mezcla, como si hallara en ese procedimiento, la verdadera clave de su originalidad. Acaso por ello es recordado por un público masivo y obtiene la bendición (que él ni siquiera pidió) de un auditorio cultivado, al descifrar los mecanismos de su invención.

Los teleteatros de Migré destilan el sustrato del oficio, pero también la fuerza de una narración preocupada por contar historias de seres atormentados por el amor y el pulso emotivo de la ciudad. Lucas Soares cita a Migré (hay un fragmento suyo como epígrafe de Roña donde dice que tres o cuatro sobrevivientes del fin del mundo siempre “volverán” a contar una historia) y, al evocarlo, hace de la teoría de los conjuntos de la matemática moderna, fervorosa, trabajosamente divulgada por las viejas maestras de nuestra infancia, una apología de la mezcla, un lugar donde los conjuntos se mixturan. Los papers universitarios, límpidamente eficaces, que Lucas Soares no desconoce y, que hasta frecuenta en su vida profesional, son una especie –sabemos– de editing con tufillo aséptico y blindan cualquier tentativa de pensamiento con sus instrumentos de podar. Aquí son destrozados en su raíz por un discurso poético permeable a los olores, los sabores y la roña de los lenguajes sociales. La pregunta que podemos formularnos es de qué modo se absorbe este flujo discursivo en la poesía de Soares. Verificar esta mezcla es dar cuenta del residuo que deja cualquier experiencia vital: “empecé a borrar/ los marcos de suciedad/ que dejaron en la pared/ los dos cuadros que te llevaste/ quedó peor es cierto/ pero estaba contento”.

Seres a los que, metafóricamente, nunca les llegan las perfectas olas de los dorados surfistas profesionales, son narrados en un marco en el que tienen como soporte de sus existencias los avatares y la intimidad de la ciudad contemporánea. Este libro desmiente que para contar la experiencia de seres urbanos es necesario caer en el estereotipo. Los poemas de Soares cuentan historias de seres, secretamente fatigados, que se adaptan al sistema sin queja, que conocen sus mecanismos, pero que tampoco demuestran adhesión incondicional y que, en esa maqueta de cartón capitalista, procuran amar, hablar, coger. El deseo, muchas veces chamuscado por las prescripciones del sistema, sobrevive en ellos, y evoca el lapso pequeño de días que el destino les ha asignado. Por eso el poeta que aquí escribe tiene un oído atento a dos dimensiones del discurso. Por una parte, el discurso social, el discurso polifónico de la calle (una pequeña y sutil Babilonia que el poeta detecta). Por otra parte, el discurso atávico de la Poética y la Estética, con sus diversas capas geológicas, un discurso que el poeta para nada desprecia y con el que no se hace el distraído ni el pibe “chabón de barrio” desdeñoso de la sutileza que la cultura letrada puede proporcionar. Por eso mismo retoma a Migré, no por su especial amor al pibe de barrio de los años 70, sino por la atención al individuo contemporáneo. Los individuos que recorren Roña parecen haber transitado por la experiencia cultural de la posmodernidad y la experiencia políticamente atroz del menemato. Nada de hacerse el ingenuo. Blindado de estas experiencias culturales, el sujeto poético no vuelca ni en la militancia pop ni en una parodia calculada. En Roña despunta un estremecimiento que no sólo permite pensar el lenguaje de esta época, sino también sus escenas preferidas, más que como registro, como forma. En este sentido, Roña es un libro profundamente sentimental, pero lejos del estereotipo de lo que podría concebirse como “sentimental”. Lo sentimental en este libro aparece en filigrana, como segregación de una experiencia de individuos que se debaten babélicamente en medio de la polis. Salvando las distancias, Roña remite a Las flores del mal en un sentido: en nuestro módico escenario literario, es un libro que proporciona una leve vibración nueva. El registro emotivo de este libro surge en individuos que no pueden ser héroes, antihéroes, ni idealistas. Roña nos dice que se puede obtener intensidad en las historias de individuos que carecen de entusiasmo o de objetivos intrépidos: es decir que se puede obtener un pathos en el universo amorfo de la medianía. Por eso el título descoloca ya que suena a realismo atolondrado, la novedad que Cucurto reveló a fines de los 90. Pero no, el realismo de esta poesía aparece metabolizado bajo el efecto de una atención dirigida a los individuos cuya épica se sitúa lejos de la marginalidad y el vitalismo ostentoso, una de cuyas características es la parquedad de su discurso. Son individuos que se emocionan de manera pudorosa, viendo un film, o que están expectantes de las miradas esquivas que se dan en el vagón de un tren, como si aquel famoso poema de Baudelaire, “A una paseante”, se actualizara en las profundidades de la estación de un subte porteño.

¿Por qué me gusta este libro? Siendo profundamente dialógico, haciéndose cargo de las voces callejeras, las voces íntimas, los discursos sociales, el sujeto poético no se esfuerza por mostrar la hilacha: no nos dice con carteles luminosos que esta poesía no adhiere a una estética monológica, ni que rivaliza con ella. Es decir, no se irrita. Soares no necesita gritar que la comunidad que comparte una lengua no es una totalidad homogénea, ni que está constituida por grupos diferenciados social, geográfica y cronológicamente, según su actividad, profesión o pertenencia política. La voz de la vecina, los gestos del pastor evangélico, el voceo del vendedor ambulante, las imágenes oníricas, la voz de la chica con quien se pasa las tardes de amor, aparecen sin exhibicionismos ni exagerados subrayados, como si un hilo invisible colectara los distintos registros. En consecuencia, sin ejercer una pedagogía políticamente correcta respecto de la pluralidad, la lengua florece en Roña mediante pequeñas esquirlas del discurso que se tornan permeables entre sí. Roña es un libro de valencias químicamente impuras, un libro de detalles, esos detalles que pasan desapercibidos en la ciudad y que, como todos sabemos, sin embargo, son el corazón de su ser.

 

Rodolfo Edwards, “El poder de la palabra”

Revista Ñ, Diario Clarín, 24 de agosto de 2013, p. 27

La sobriedad del diseño de Roña, ese verde mate sobre el que se recorta una delicada figura femenina dibujada por Ral Veroni, se enlazan naturalmente con la propuesta del libro. En estos tiempos revueltos y desalmados, apelar a los sentimientos prácticamente significa internarse en zonas de lo fantástico. En Roña, Lucas Soares se anima a escribir poemas de amor y la experiencia se convierte en algo liberador y refrescante. Las palabras fluyen sin interrupción, se deslizan de un poema a otro, unidas por sutiles canales. Cristalinos, vivaces y sentimentales, este puñado de textos no parecen responder al zeitgeist de una época plagada de fariseos y falsos profetas celebrando el desánimo, los disturbios mentales y la constipación existencial. Soares confía plenamente en el poder evocador de la palabra y se anima a desafiar a los que siempre ponen como excusa “lo indecible” para caer en estériles “complejismos” o galimatías experimentales que se confabulan para espantar a los lectores. La poesía de Soares es afirmativa aunque no excluye la experiencia del dolor. Dramas cotidianos son trovados sin énfasis ni efectismos: “escuché lo que quedaba del recital/ encorvado adentro de la ambulancia/ mientras le confesabas a la enfermera/ que una vez intentaste suicidarte”. Esta aparente llaneza, encubre un sutil entramado de sucesos que flotan en el aire como burbujas en la memoria. El pasado tiene muchos recursos para filtrarse en el presente: cosas sucedidas en tiempos lejanos pueden reaparecer en cualquier momento entre las nieblas del sueño o brotar de los sonidos aleatorios de la realidad.

Con pocos elementos, dentro de espacios íntimos o exteriores, Soares arma puestas en escena donde todo adquiere sentido a medida que se dibuja el cuerpo del poema: “en un rincón del bar/ acaba de sentarse/ una puta mal teñida/ sola en la mesa/ guarda y saca cosas de la cartera”. Estos recortes son pedazos de ciudad arrancados como frutas de un árbol, instantes congelados por un disparo certero, antes de perderlos para siempre. En algunos poemas se advierte un clima carveriano, aunque sin sordidez, ya que Soares aureola lo mínimo: “enfrentados en el subte/ hago que leo, te miro de reojo/ nunca levantás la vista de tu libro”.

No en vano, el epígrafe de Roña es un texto del mayor dramaturgo de la historia de la televisión argentina, el gran Alberto Migré, donde el autor de Rolando Rivas, taxista habla de la testarudez que representa el hecho de contar historias: aunque el mundo esté por desaparecer siempre habrá alguien dispuesto a empezar un relato: “Quedarán tres o cuatro y volverán a contar una historia. Y, hasta entonces… roña”. Imbuidos de un halo de levedad y discreta belleza, estos poemas seguramente van a indignar a los habitués del parnaso de los cínicos, porque Soares cree en las palabras. Cada día es una hoja en blanco y alguien tiene que escribir la primera línea.

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