Florencia Abadi, “Lo impropio en el fuero más íntimo”
Diario de poesía, nº 75, noviembre de 2007 – marzo de 2008, pp. 30-31
Concebir la poesía como una caja de resonancia; cada palabra, un retorno: ésa es la promesa de El río ebrio, primer libro de poemas de Lucas Soares. Ciertos elementos, lugares, objetos, se mueven en él como olas, forman una imagen oscilante, una escena que se construye a medida que se vuelve sobre ella: hay un living y una copa, alguien escribiendo su último texto, otra vez una copa y un diálogo (“no vinimos/ a hablar de mí”), un padre barriendo el dolor, cubitos de hielo, nuevamente el living y el dolor que escribe su último texto, y la copa, el río que se deshace como cubitos de hielo. Anunciado desde los versos iniciales, el efecto de reverberación aumenta: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. La re-iteración a través de variaciones, recurso central del libro, se distingue de la repetición (no se vuelve a lo mismo); no se trata tampoco de un eco que operaría analógicamente, miméticamente, sino que se busca señalar la necesidad de la acción misma de retornar (al pasado, al lenguaje, a la pregunta por el sentido), que es también la acción de traer algo al presente, al aquí y ahora.
Soares consigue invocar, así, algo de otra escritura, de otro que, como creía Martín Buber, es primordialmente un tú. La segunda persona que recorre el libro, figura que conversa o calla pero jamás desaparece, retorna a través de un legado acuciante; en cuanto muerto o agonizante (la primera parte se intitula “la musa de los últimos días”), deja una obra inconclusa (“tu último texto”, “esa palabra/ que dejaste/ pendiente en mí”). El texto es, entonces, un medio para redimir otra palabra que, forzada al silencio, ha dejado inacabada su tarea. Para que pueda ser atendido su reclamo, y su voz (o la escena pasada en que ésta se ha pronunciado) logre ingresar en el nuevo texto e impregnarlo, el río-tiempo debe embriagarse y quebrar la linealidad. El río de Soares no es mero devenir; su temporalidad está desquiciada (se ha extraviado: “donde hoy perdí/ tu reloj/ después de darlo vuelta/ para escuchar/ los tics/ de tu dolor/ que llevaba/ sin darme cuenta/ cuando las agujas/ de este olvido/ me marcaron/ la hora/ en que perdí/ tu reloj”); el resultado son escenas que confluyen y obligan al cruce de dos cuerpos, dos textos. El yo se mira en el rostro del tú, y las acciones de la primera y la segunda persona se reflejan: “en el reflejo/ del espejo que enmarca/ una escalera mecánica/ detenida/ donde me veo/ caminando./ El reflejo de la muerte/ en la escalera/ de un velatorio/ y el sueño mecánico de tu rostro/ de tu hablar y de tu caminar/ detenido/ donde me veo/ caminando”. El inesperado pasaje del pronombre de segunda persona al de primera provoca una detención, antes de que la acción detenida sea reanudada en otro cuerpo. Así, el yo lírico se pone en escena, no como un cuerpo autosuficiente, sino como la continuación de una corporeidad previa.
Este complejo vínculo entre el yo y el tú no consiste en modo alguno en una fusión, que de hecho jamás se produce; por el contrario, el tú habita estos poemas como contraste y alteridad. De ahí que el dolor, que en el libro es origen de la escritura –fuente de emisión de vibraciones de sonido y de sentido–, sea designado como hospedaje: “mi padre barriendo/ el dolor donde se hospeda”, y más adelante: “trato de llegar/ al lugar/ por donde entonces/ te hospedabas”. La poesía no es aquí una morada acogedora sino un hotel, un lugar de tránsito inapropiable (la muerte del otro) que habla de lo impropio en el fuero más íntimo. El otro abre la voz (“los tics de tu dolor en mí”), y lo hace en cuanto otro. No sorprende entonces que el texto del tú, referido en el del yo (aquel último texto que regresa una y otra vez), sea calificado como intraducible. Y si bien la imposibilidad de la traducción se ha vuelto un tópico harto trillado de la poesía contemporánea, Soares evita sin esfuerzo los lugares comunes: extiende el carácter lingüístico del fenómeno hasta la inclusión de las cosas (“aquel vino/ intraducible/ que me hiciste/ probar”) y los lugares-momentos (“el punto/ intraducible/ en que me dejaste/ solo”). El excedente, aquello que no pudo transcribirse, se materializa como si fuera la resaca que se deposita en las orillas del río.
La segunda persona se instala también como ley, una ley de sentido que debe ser transgredida; no en vano el tercer poema del libro refiere de modo explícito a una figura paterna. El poema nace entonces no sólo de la ausencia que retorna en forma de texto sino también de la herida de esa ley de sentido: “nunca te preocupabas/ porque sabías/ que la aguja/ siempre volvería/ a coser el sentido/ de ése/ tu último texto/ tan tarde como/ cicatrice/ la costura/ del sentido/ que resuena/ en tu última muerte”. Esta herida, una ruptura, una apertura y una muerte, rompe la configuración precedente y provoca la desfiguración, el cambio imperceptible pero indispensable para alcanzar una nueva distribución, una palabra nueva: “hasta por fin llegar/ adonde ya nada/ se corresponde/ con su respectiva figura/ donde lo mismo acaba/ por ser/ desfigurado/ por esta nueva/ mirada impávida./ Es la nueva configuración/ que asumen las cosas/ desde tu nuevo estar./ Y lo que cambia es/ realmente/ lo que ya no percibimos que cambia./ Lo que huye/ sin que lo persigan”. Es la muerte la que provoca la imposibilidad de un lenguaje pleno. El sentido, herido en toda poesía, se presenta aquí como desfiguración, ebriedad, disonancia. Los versos, extremadamente concisos e interrumpidos de manera abrupta, imponen, en contraste con el puro fluir del agua, un ritmo discontinuo. De este modo, el libro va hilvanando un duelo, cuyo trabajo viste y desviste el luto, y alcanza una organicidad que confirma una poética extremadamente cuidada.
El living, los cubitos de hielo, la copa, son los elementos que arrastra la corriente de El río ebrio y que configuran un universo íntimo, silencioso, tenso, una voz que vive en un tiempo de presagios (“un cielo/ que ya pronosticaba/ vacíos aún más ebrios”), de revelaciones (“Y lo que cambia es/ realmente, / lo que ya no percibimos que cambia.”), de visiones (aquel rostro ajeno en el espejo de la escalera mecánica).
Osvaldo Bossi, “En las esferas del sonambulismo”
Revista Hablar de poesía, nº 16, año VIII, diciembre 2006, pp. 235-237
Apenas dos poemas, repartidos en series de 17 y 18 fragmentos, componen este primer libro de Lucas Soares (Buenos Aires, 1974). Anverso y reverso de una misma moneda, cuya ínfima muesca distintiva sería, para un ojo atento, esa diferencia de los números. Por lo demás, entre un texto y otro, el movimiento y la circulación de imágenes es infatigable. En realidad, cada poema es el comienzo de un texto que no encuentra su imagen definitiva, y la bordea o refracta elípticamente. Cada palabra, arrinconada contra el margen izquierdo, parece no sólo buscar la orilla segura sino dar pie a esa seguidilla de significantes que reconstruyen, como un espejo que se desfonda y balancea, la imagen central. Microscópico, el lenguaje se sube a ese carrusel monótono y sin salida, donde el adentro y el afuera se confunden; el padre –objeto del poema– se convierte en sujeto, y a la inversa. Aunque sólo se trate de una representación. Un teatro indispensable para que el río de la muerte (ebrio en este caso) lo cruce, no como un agua real sino, sencillamente, verosímil. De esta forma, lo que se “descompone” ante los ojos del lector, más que el cuerpo del padre y su acuosa materialidad, son los colgajos opacos y resplandecientes de una escenografía dramática.
En “La musa de los últimos días”, primer poema del libro, se lee: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. No es un acto fallido; todo lo contrario: se trata en todo momento del ejercicio, consciente, de un procedimiento formal. Decir, a veces, es volver a decir, poniendo la evidencia del sentido sobre la superficie cóncava de algunas resonancias. Acaso, porque ninguna apropiación de sentido resulte suficiente ante la evidencia de la pérdida.
“El duelo no rima con nada” dice Amelia Roselli, y quizás sea cierto. Aun así, la poesía en todas sus formas pareciera no buscar otra cosa que “ritmar” ese vacío –real o imaginario– de un modo u otro. Los poemas de Lucas Soares no son una excepción: siguen de cerca un argumento que se desvanece y de inmediato vuelve a surgir. No intacto sino distorsionado, corrido de su centro, donde ese duelo que no rima con nada, no obstante, encuentra en cada uno de estos textos –brevísimos, relampagueantes– la clave verbal que lo representa.
Pequeñas variaciones, significativos cruces sintácticos; una misma y sostenida adjetivación que cae, impávida, en puntos aparentemente casuales y sin embargo estratégicos, acompasan ese triunfo o esa derrota –según se lo mire– a través de una música que por momentos puede mostrarse disonante y hasta sincopada, y al mismo tiempo sólo pudiera responder (si la escuchamos con atención) al monótono goteo de una canilla en las esferas del sonambulismo. Uno o dos golpes (raras veces esta menuda repartición de los acentos se extiende más allá de la cuenta) repercuten sobre el parche tenso de una emisión siempre desgarrada, incompleta, donde un verso –para sostenerse– necesita de la línea inmediata que lo precede y de la posterior. Como si el mundo a su alrededor diera vueltas. Como si la ebriedad (metáfora que contamina, con su aura, la imagen que se desplaza a lo largo de todo el libro) ocupara la página en blanco, obligando al texto a buscar en sí mismo un punto de apoyo; creando, entre un vocablo y otro, esa solidaridad semántica sin la cual –dada la fragilidad de los enunciados– ambas opciones se desbarrancarían: “ahora/ que discurro/ como un camalote/ por tu río/ ebrio/ a la deriva/ como esa palabra/ que dejaste/ pendiente de mí/ como el curso/ de las cosas/ que no terminan/ de encontrar/ su nombre”.
Los versos, en Soares, acompañan esa imposibilidad; encuentran su propio ritmo derivante. La escansión, en todo caso, lo que hace es remarcar el vaivén de esa “música” monocorde y acaso, por la misma razón, monoteísta. Los acentos y comparaciones persiguen lo mismo: una re-percusión formal que diera cuenta de un estado de ánimo ambivalente: control e incertidumbre. Ese extraño efecto que, en la escala geométrica, sólo la línea infinita y cerrada del círculo consigue transmitir.
La emotividad, incluso, parece también estar suspendida. O mejor dicho, puesta a forjar –al costado del desconsuelo– una embriaguez paralela. Camalotes, copas de vino, moscas. Cuerpo violáceo (la fragancia de un cuerpo sin perfume, de un cuerpo sin color) donde el que se pone nervioso, pierde, etc., le devuelven, a la jerarquizada muerte, una ecuación en cierto sentido lúcida, donde los sentimientos son transmutados y puestos a circular –ahora sí, libremente– dentro de esa fiesta nada dionisíaca, más bien apolínea, de los paralelismos y las ideas. Como si el lenguaje, aún en su estado de precariedad y anonadamiento, fuera el único capaz de ponerle un coto a ese río que –según nos dice el único y esclarecedor epígrafe del libro– termina consustanciándose con los cuerpos “alcoholizados” y “sin gloria” de los perdedores. De ahí la etimología de su nombre: Reka Pianaya, o como le hubiera gustado a Rimbaud: “El río ebrio”. De ahí también el misterioso horror y atracción que su imagen suscita.
La escritura de Soares, por lo tanto –como Hamlet– no duerme sino que vela, acodada sobre el vértigo de ese imán peligroso. La poesía en última instancia, similar a un antídoto, no niega ese movimiento sino que lo espeja, perpetuándolo en su frialdad y belleza con esa rara convicción que sólo poseen los objetos desenterrados y las piedras preciosas. Piezas rescatadas, una por una, de ese rotar infinito: cada palabra ocupa dentro del texto su condición de esfera perfecta y de inamovible lugar. Aunque, paradójicamente, nos diga lo contrario: “justo en el cauce/ intraducible/ que nunca encuentra/ la palabra/ justa/ para discurrir/ por aquel río/ que se deshace/ en mí”.
No la palabra justa, es cierto, sino la palabra camaleónica, capaz de deslizarse a lo largo del texto, no linealmente sino en zigzag. Nunca a través de imágenes completas, absolutas, sino conscientes de su fugacidad semántica y su reverberación metafórica. Incluso ese texto ominoso que “falta” en la segunda serie, parece completar, con su ausencia, el equivalente de ese sentido que sólo puede ser alcanzado por sustracción. Así, cada fragmento, en su tarea de resistencia, podría responder a una suerte de aporía infalible o sencillo teorema donde la pérdida –si no me equivoco– luego de ser asimilada y convertida por esa estructura que llamamos poema, sería solamente una pieza más. Y, yendo más lejos todavía: el libro en su totalidad, apenas el desarrollo (mitad obnubilado, mitad consciente) de estos seis versos “fundantes” con las que Soares pareciera abrir y cancelar el asunto: “el río/ de una muerte/ a la deriva/ en otro río:/ un río/ ebrio…”. Si no fuera porque cada poema, de un modo más o menos explícito, lo es: encerrando y al mismo tiempo abriendo una palabra, una imagen; consciente tanto de la opresión que acarrea todo sentido, como del “achispado” e imprevisible devenir de sus analogías.
Daniel Freidemberg, “El secreto del dolor”
Revista Acción, nº 966, noviembre de 2006, p. 29
Alguien –el hombre joven que toma la palabra en los breves poemas incluidos en El río ebrio– habla a su padre, o, más exactamente, al recuerdo de su padre muerto: “ahora/ que discurro/ como un camalote/ por tu río/ ebrio/ a la deriva/ como esa palabra/ que dejaste/ pendiente en mí/ como el curso/ de las cosas/ que no terminan/ de encontrar su nombre”. Este fragmento está en la segunda parte del libro; en la primera, las palabras pugnan por hacerse cargo de esa muerte, con una lucidez cruda, como tratando de arrancarle algún secreto al dolor. Poeta y profesor de filosofía, Lucas Soares se interna en una temática áspera e imposible de abordar por completo a través de una escritura murmurada y casi balbuceante, donde, más que de lo que explícitamente se dice, la riqueza poética resulta del intento conscientemente infructuoso de decir. Publicado por Paradiso, El río ebrio vale por la excelente poesía que contiene, pero además, para Acción, adquiere un valor especial: el talentoso escritor, crítico y periodista Norberto Soares, redactor durante casi treinta años de este periódico, es el conflictivo padre al que se refieren, a modo de interrogación y homenaje, los poemas.
Sergio Kisielewsky, “Padre e hijo”
Diario Página 12, suplemento Radar libros, 26 de marzo de 2006
¿Cuál es la grieta que puede abarcar un libro sobre la muerte del padre? Lo que aquí trabaja Lucas Soares es un homenaje íntimo, desolado, al hombre que lo concibió y al hombre que lo marcó como escritor (Norberto Soares era un gran narrador). El poeta buscó en el lenguaje los rastros de su padre (“los estrechos márgenes/ que separan/ tu desierto del mío”). El río ebrio alude a cosas que no terminan nunca de encontrar su nombre, a los ríos que siempre buscan su cauce.
Así los estragos de la bebida no se instalan como un lugar común sino como un sitio donde padre e hijo dialogan y discuten. Vuelve, en el libro, una y otra vez a recrear su vínculo. El lenguaje, entonces, está al servicio de la evocación. La intensidad está al servicio del riesgo, de la prueba por tocar los límites. Y así la expresión es ilimitada, rompe las vallas de un tema que puede, por momentos, aturdir o paralizar.
Se trabajan una serie de preguntas a medio borrar, a medio saber sobre ese hombre que ya no está. Así se potencia una obra que deja entrever la confesión como género literario. Como recurso genuino para atravesar los poemas y que las palabras toquen al lector. ¿Cómo transmitir el dolor, cómo generar escritura en la intemperie? Soares responde con imágenes, con susurros, logrando un tono que por momentos crea un diálogo con un padre vivo, inquieto. Un padre que recomienda libros y que dice “el que se pone nervioso, pierde”; un padre que ríe.
Los poemas no tienen título. Es una serie única donde el poeta traza puntos cardinales. Allí el lector no ve la sombra de la pérdida sino la luz de una música que “no se deja caer”.
Lucas Soares nació en Buenos Aires en 1974. Es filósofo y eso se advierte en su abordaje: se siente en la atmósfera de sus poemas el debate incesante por el sentido de la vida. Sin embargo su oficio no domina la elaboración de la poesía. Marca una y otra vez que resultan áreas diferentes, formas de nombrar el mundo cada una con su vigor.
En cada espacio trata de atrapar “lo que huye sin que lo persigan”. O simplemente aferrar con palabras aquel tono donde el padre hablaba, aquella melodía que será, una y otra vez, arcilla que moldea la escritura.