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Florencia Abadi, “Lo impropio en el fuero más íntimo”

Diario de poesía, nº 75, noviembre de 2007 – marzo de 2008, pp. 30-31

Concebir la poesía como una caja de resonancia; cada palabra, un retorno: ésa es la promesa de El río ebrio, primer libro de poemas de Lucas Soares. Ciertos elementos, lugares, objetos, se mueven en él como olas, forman una imagen oscilante, una escena que se construye a medida que se vuelve sobre ella: hay un living y una copa, alguien escribiendo su último texto, otra vez una copa y un diálogo (“no vinimos/ a hablar de mí”), un padre barriendo el dolor, cubitos de hielo, nuevamente el living y el dolor que escribe su último texto, y la copa, el río que se deshace como cubitos de hielo. Anunciado desde los versos iniciales, el efecto de reverberación aumenta: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. La re-iteración a través de variaciones, recurso central del libro, se distingue de la repetición (no se vuelve a lo mismo); no se trata tampoco de un eco que operaría analógicamente, miméticamente, sino que se busca señalar la necesidad de la acción misma de retornar (al pasado, al lenguaje, a la pregunta por el sentido), que es también la acción de traer algo al presente, al aquí y ahora.

Soares consigue invocar, así, algo de otra escritura, de otro que, como creía Martín Buber, es primordialmente un tú. La segunda persona que recorre el libro, figura que conversa o calla pero jamás desaparece, retorna a través de un legado acuciante; en cuanto muerto o agonizante (la primera parte se intitula “la musa de los últimos días”), deja una obra inconclusa (“tu último texto”, “esa palabra/ que dejaste/ pendiente en mí”). El texto es, entonces, un medio para redimir otra palabra que, forzada al silencio, ha dejado inacabada su tarea. Para que pueda ser atendido su reclamo, y su voz (o la escena pasada en que ésta se ha pronunciado) logre ingresar en el nuevo texto e impregnarlo, el río-tiempo debe embriagarse y quebrar la linealidad. El río de Soares no es mero devenir; su temporalidad está desquiciada (se ha extraviado: “donde hoy perdí/ tu reloj/ después de darlo vuelta/ para escuchar/ los tics/ de tu dolor/ que llevaba/ sin darme cuenta/ cuando las agujas/ de este olvido/ me marcaron/ la hora/ en que perdí/ tu reloj”); el resultado son escenas que confluyen y obligan al cruce de dos cuerpos, dos textos. El yo se mira en el rostro del tú, y las acciones de la primera y la segunda persona se reflejan: “en el reflejo/ del espejo que enmarca/ una escalera mecánica/ detenida/ donde me veo/ caminando./ El reflejo de la muerte/ en la escalera/ de un velatorio/ y el sueño mecánico de tu rostro/ de tu hablar y de tu caminar/ detenido/ donde me veo/ caminando”. El inesperado pasaje del pronombre de segunda persona al de primera provoca una detención, antes de que la acción detenida sea reanudada en otro cuerpo. Así, el yo lírico se pone en escena, no como un cuerpo autosuficiente, sino como la continuación de una corporeidad previa.

Este complejo vínculo entre el yo y el tú no consiste en modo alguno en una fusión, que de hecho jamás se produce; por el contrario, el tú habita estos poemas como contraste y alteridad. De ahí que el dolor, que en el libro es origen de la escritura –fuente de emisión de vibraciones de sonido y de sentido–, sea designado como hospedaje: “mi padre barriendo/ el dolor donde se hospeda”, y más adelante: “trato de llegar/ al lugar/ por donde entonces/ te hospedabas”. La poesía no es aquí una morada acogedora sino un hotel, un lugar de tránsito inapropiable (la muerte del otro) que habla de lo impropio en el fuero más íntimo. El otro abre la voz (“los tics de tu dolor en mí”), y lo hace en cuanto otro. No sorprende entonces que el texto del tú, referido en el del yo (aquel último texto que regresa una y otra vez), sea calificado como intraducible. Y si bien la imposibilidad de la traducción se ha vuelto un tópico harto trillado de la poesía contemporánea, Soares evita sin esfuerzo los lugares comunes: extiende el carácter lingüístico del fenómeno hasta la inclusión de las cosas (“aquel vino/ intraducible/ que me hiciste/ probar”) y los lugares-momentos (“el punto/ intraducible/ en que me dejaste/ solo”). El excedente, aquello que no pudo transcribirse, se materializa como si fuera la resaca que se deposita en las orillas del río.

La segunda persona se instala también como ley, una ley de sentido que debe ser transgredida; no en vano el tercer poema del libro refiere de modo explícito a una figura paterna. El poema nace entonces no sólo de la ausencia que retorna en forma de texto sino también de la herida de esa ley de sentido: “nunca te preocupabas/ porque sabías/ que la aguja/ siempre volvería/ a coser el sentido/ de ése/ tu último texto/ tan tarde como/ cicatrice/ la costura/ del sentido/ que resuena/ en tu última muerte”. Esta herida, una ruptura, una apertura y una muerte, rompe la configuración precedente y provoca la desfiguración, el cambio imperceptible pero indispensable para alcanzar una nueva distribución, una palabra nueva: “hasta por fin llegar/ adonde ya nada/ se corresponde/ con su respectiva figura/ donde lo mismo acaba/ por ser/ desfigurado/ por esta nueva/ mirada impávida./ Es la nueva configuración/ que asumen las cosas/ desde tu nuevo estar./ Y lo que cambia es/ realmente/ lo que ya no percibimos que cambia./ Lo que huye/ sin que lo persigan”. Es la muerte la que provoca la imposibilidad de un lenguaje pleno. El sentido, herido en toda poesía, se presenta aquí como desfiguración, ebriedad, disonancia. Los versos, extremadamente concisos e interrumpidos de manera abrupta, imponen, en contraste con el puro fluir del agua, un ritmo discontinuo. De este modo, el libro va hilvanando un duelo, cuyo trabajo viste y desviste el luto, y alcanza una organicidad que confirma una poética extremadamente cuidada.

El living, los cubitos de hielo, la copa, son los elementos que arrastra la corriente de El río ebrio y que configuran un universo íntimo, silencioso, tenso, una voz que vive en un tiempo de presagios (“un cielo/ que ya pronosticaba/ vacíos aún más ebrios”), de revelaciones (“Y lo que cambia es/ realmente, / lo que ya no percibimos que cambia.”), de visiones (aquel rostro ajeno en el espejo de la escalera mecánica).

 

Osvaldo Bossi, “En las esferas del sonambulismo”

Revista Hablar de poesía, nº 16, año VIII, diciembre 2006, pp. 235-237

Apenas dos poemas, repartidos en series de 17 y 18 fragmentos, componen este primer libro de Lucas Soares (Buenos Aires, 1974). Anverso y reverso de una misma moneda, cuya ínfima muesca distintiva sería, para un ojo atento, esa diferencia de los números. Por lo demás, entre un texto y otro, el movimiento y la circulación de imágenes es infatigable. En realidad, cada poema es el comienzo de un texto que no encuentra su imagen definitiva, y la bordea o refracta elípticamente. Cada palabra, arrinconada contra el margen izquierdo, parece no sólo buscar la orilla segura sino dar pie a esa seguidilla de significantes que reconstruyen, como un espejo que se desfonda y balancea, la imagen central. Microscópico, el lenguaje se sube a ese carrusel monótono y sin salida, donde el adentro y el afuera se confunden; el padre –objeto del poema– se convierte en sujeto, y a la inversa. Aunque sólo se trate de una representación. Un teatro indispensable para que el río de la muerte (ebrio en este caso) lo cruce, no como un agua real sino, sencillamente, verosímil. De esta forma, lo que se “descompone” ante los ojos del lector, más que el cuerpo del padre y su acuosa materialidad, son los colgajos opacos y resplandecientes de una escenografía dramática.

En “La musa de los últimos días”, primer poema del libro, se lee: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. No es un acto fallido; todo lo contrario: se trata en todo momento del ejercicio, consciente, de un procedimiento formal. Decir, a veces, es volver a decir, poniendo la evidencia del sentido sobre la superficie cóncava de algunas resonancias. Acaso, porque ninguna apropiación de sentido resulte suficiente ante la evidencia de la pérdida.

“El duelo no rima con nada” dice Amelia Roselli, y quizás sea cierto. Aun así, la poesía en todas sus formas pareciera no buscar otra cosa que “ritmar” ese vacío –real o imaginario– de un modo u otro. Los poemas de Lucas Soares no son una excepción: siguen de cerca un argumento que se desvanece y de inmediato vuelve a surgir. No intacto sino distorsionado, corrido de su centro, donde ese duelo que no rima con nada, no obstante, encuentra en cada uno de estos textos –brevísimos, relampagueantes– la clave verbal que lo representa.

Pequeñas variaciones, significativos cruces sintácticos; una misma y sostenida adjetivación que cae, impávida, en puntos aparentemente casuales y sin embargo estratégicos, acompasan ese triunfo o esa derrota –según se lo mire– a través de una música que por momentos puede mostrarse disonante y hasta sincopada, y al mismo tiempo sólo pudiera responder (si la escuchamos con atención) al monótono goteo de una canilla en las esferas del sonambulismo. Uno o dos golpes (raras veces esta menuda repartición de los acentos se extiende más allá de la cuenta) repercuten sobre el parche tenso de una emisión siempre desgarrada, incompleta, donde un verso –para sostenerse– necesita de la línea inmediata que lo precede y de la posterior. Como si el mundo a su alrededor diera vueltas. Como si la ebriedad (metáfora que contamina, con su aura, la imagen que se desplaza a lo largo de todo el libro) ocupara la página en blanco, obligando al texto a buscar en sí mismo un punto de apoyo; creando, entre un vocablo y otro, esa solidaridad semántica sin la cual –dada la fragilidad de los enunciados– ambas opciones se desbarrancarían: “ahora/ que discurro/ como un camalote/ por tu río/ ebrio/ a la deriva/ como esa palabra/ que dejaste/ pendiente de mí/ como el curso/ de las cosas/ que no terminan/ de encontrar/ su nombre”.

Los versos, en Soares, acompañan esa imposibilidad; encuentran su propio ritmo derivante. La escansión, en todo caso, lo que hace es remarcar el vaivén de esa “música” monocorde y acaso, por la misma razón, monoteísta. Los acentos y comparaciones persiguen lo mismo: una re-percusión formal que diera cuenta de un estado de ánimo ambivalente: control e incertidumbre. Ese extraño efecto que, en la escala geométrica, sólo la línea infinita y cerrada del círculo consigue transmitir.

La emotividad, incluso, parece también estar suspendida. O mejor dicho, puesta a forjar –al costado del desconsuelo– una embriaguez paralela. Camalotes, copas de vino, moscas. Cuerpo violáceo (la fragancia de un cuerpo sin perfume, de un cuerpo sin color) donde el que se pone nervioso, pierde, etc., le devuelven, a la jerarquizada muerte, una ecuación en cierto sentido lúcida, donde los sentimientos son transmutados y puestos a circular –ahora sí, libremente– dentro de esa fiesta nada dionisíaca, más bien apolínea, de los paralelismos y las ideas. Como si el lenguaje, aún en su estado de precariedad y anonadamiento, fuera el único capaz de ponerle un coto a ese río que –según nos dice el único y esclarecedor epígrafe del libro– termina consustanciándose con los cuerpos “alcoholizados” y “sin gloria” de los perdedores. De ahí la etimología de su nombre: Reka Pianaya, o como le hubiera gustado a Rimbaud: “El río ebrio”. De ahí también el misterioso horror y atracción que su imagen suscita.

La escritura de Soares, por lo tanto –como Hamlet– no duerme sino que vela, acodada sobre el vértigo de ese imán peligroso. La poesía en última instancia, similar a un antídoto, no niega ese movimiento sino que lo espeja, perpetuándolo en su frialdad y belleza con esa rara convicción que sólo poseen los objetos desenterrados y las piedras preciosas. Piezas rescatadas, una por una, de ese rotar infinito: cada palabra ocupa dentro del texto su condición de esfera perfecta y de inamovible lugar. Aunque, paradójicamente, nos diga lo contrario: “justo en el cauce/ intraducible/ que nunca encuentra/ la palabra/ justa/ para discurrir/ por aquel río/ que se deshace/ en mí”.

No la palabra justa, es cierto, sino la palabra camaleónica, capaz de deslizarse a lo largo del texto, no linealmente sino en zigzag. Nunca a través de imágenes completas, absolutas, sino conscientes de su fugacidad semántica y su reverberación metafórica. Incluso ese texto ominoso que “falta” en la segunda serie, parece completar, con su ausencia, el equivalente de ese sentido que sólo puede ser alcanzado por sustracción. Así, cada fragmento, en su tarea de resistencia, podría responder a una suerte de aporía infalible o sencillo teorema donde la pérdida –si no me equivoco– luego de ser asimilada y convertida por esa estructura que llamamos poema, sería solamente una pieza más. Y, yendo más lejos todavía: el libro en su totalidad, apenas el desarrollo (mitad obnubilado, mitad consciente) de estos seis versos “fundantes” con las que Soares pareciera abrir y cancelar el asunto: “el río/ de una muerte/ a la deriva/ en otro río:/ un río/ ebrio…”. Si no fuera porque cada poema, de un modo más o menos explícito, lo es: encerrando y al mismo tiempo abriendo una palabra, una imagen; consciente tanto de la opresión que acarrea todo sentido, como del “achispado” e imprevisible devenir de sus analogías.

Link a la reseña

 

Daniel Freidemberg, “El secreto del dolor”

Revista Acción, nº 966, noviembre de 2006, p. 29

Alguien –el hombre joven que toma la palabra en los breves poemas incluidos en El río ebrio– habla a su padre, o, más exactamente, al recuerdo de su padre muerto: “ahora/ que discurro/ como un camalote/ por tu río/ ebrio/ a la deriva/ como esa palabra/ que dejaste/ pendiente en mí/ como el curso/ de las cosas/ que no terminan/ de encontrar su nombre”. Este fragmento está en la segunda parte del libro; en la primera, las palabras pugnan por hacerse cargo de esa muerte, con una lucidez cruda, como tratando de arrancarle algún secreto al dolor. Poeta y profesor de filosofía, Lucas Soares se interna en una temática áspera e imposible de abordar por completo a través de una escritura murmurada y casi balbuceante, donde, más que de lo que explícitamente se dice, la riqueza poética resulta del intento conscientemente infructuoso de decir. Publicado por Paradiso, El río ebrio vale por la excelente poesía que contiene, pero además, para Acción, adquiere un valor especial: el talentoso escritor, crítico y periodista Norberto Soares, redactor durante casi treinta años de este periódico, es el conflictivo padre al que se refieren, a modo de interrogación y homenaje, los poemas.

 

Sergio Kisielewsky, “Padre e hijo”

Diario Página 12, suplemento Radar libros, 26 de marzo de 2006

¿Cuál es la grieta que puede abarcar un libro sobre la muerte del padre? Lo que aquí trabaja Lucas Soares es un homenaje íntimo, desolado, al hombre que lo concibió y al hombre que lo marcó como escritor (Norberto Soares era un gran narrador). El poeta buscó en el lenguaje los rastros de su padre (“los estrechos márgenes/ que separan/ tu desierto del mío”). El río ebrio alude a cosas que no terminan nunca de encontrar su nombre, a los ríos que siempre buscan su cauce.

Así los estragos de la bebida no se instalan como un lugar común sino como un sitio donde padre e hijo dialogan y discuten. Vuelve, en el libro, una y otra vez a recrear su vínculo. El lenguaje, entonces, está al servicio de la evocación. La intensidad está al servicio del riesgo, de la prueba por tocar los límites. Y así la expresión es ilimitada, rompe las vallas de un tema que puede, por momentos, aturdir o paralizar.

Se trabajan una serie de preguntas a medio borrar, a medio saber sobre ese hombre que ya no está. Así se potencia una obra que deja entrever la confesión como género literario. Como recurso genuino para atravesar los poemas y que las palabras toquen al lector. ¿Cómo transmitir el dolor, cómo generar escritura en la intemperie? Soares responde con imágenes, con susurros, logrando un tono que por momentos crea un diálogo con un padre vivo, inquieto. Un padre que recomienda libros y que dice “el que se pone nervioso, pierde”; un padre que ríe.

Los poemas no tienen título. Es una serie única donde el poeta traza puntos cardinales. Allí el lector no ve la sombra de la pérdida sino la luz de una música que “no se deja caer”.

Lucas Soares nació en Buenos Aires en 1974. Es filósofo y eso se advierte en su abordaje: se siente en la atmósfera de sus poemas el debate incesante por el sentido de la vida. Sin embargo su oficio no domina la elaboración de la poesía. Marca una y otra vez que resultan áreas diferentes, formas de nombrar el mundo cada una con su vigor.

En cada espacio trata de atrapar “lo que huye sin que lo persigan”. O simplemente aferrar con palabras aquel tono donde el padre hablaba, aquella melodía que será, una y otra vez, arcilla que moldea la escritura.

 

Jorge Monteleone, “El sueño de las puertas”

Diario La Nación, suplemento ADN, 17 de noviembre de 2007, p. 23

Las secciones del libro, “La puerta de marfil” y “La puerta de cuerno”, aluden a esa antigua diferencia que nombraron Homero y Virgilio. Las puertas del sueño son dos: las visiones que pasan por la de marfil son imágenes falsas; las visiones que atraviesan la de cuerno son verdaderas. Soares juega con esa dicotomía y los poemas en prosa de la primera parte se duplican, como anticipo o reminiscencia, en la segunda.

Como en las arquitecturas de Giorgio de Chirico, las imágenes del libro apelan a la materia en el espacio y a un onirismo sin sujeto. Hay mares, y cielos, y llamas, y arenas, y animales, y cuerpos suspendidos. Duales, no son ni falsas ni verdaderas. Sugieren con precisión el efecto dinámico del sueño sin relato ni acciones, la sensación pura de esos mundos casi concretos que se dispersan poco antes del despertar.

Anahí Mallol, “Poemas para habitar este mundo”

Diario de poesía, n° 81, diciembre de 2010 – abril de 2011, p. 36

Uno podría pensar, en una lectura rápida, que Mudanza, el libro de poemas cortos de Lucas Soares, habla de la itinerancia urbana que lo lleva a uno a cambiar de departamento con cierta frecuencia, y en los inconvenientes que ello acarrea. Así es, en parte, pero ello no dice nada del texto en cuestión. “Mudanza”, así en singular, habla más que nada del cambio, y por lo tanto también del tiempo, habla de la pérdida, incluso del despojo. Mudanza es una palabra con una clara tradición en la poesía amorosa en lengua hispana, y se la encuentra con frecuencia en el barroco, en especial en Quevedo. Allí se usa mucha veces peyorativamente para referirse a los cambios de sentimiento de la mujer, o para exhortarla a entregarse a los placeres de la carne en la exaltación del tópico del carpe diem, en la medida en que lo que debe de ser gozado debe serlo antes de que se transforme en despojo.

Para Lucas Soares puede ser todo eso, pero es más. La mudanza parece ser por momentos algo así como un trayecto, en todo caso ajeno, del deseo, o del azar, o de ambos allí donde se cruzan. Podría reconstruirse que se trata de aquellos (deseo y azares) de la madre, quien, una vez que el padre ha abandonado la casa familiar, la lleva a buscar nueva residencia una y otra vez, pero mudanza también es, como lo hace constar la RAE, “cierto número de movimientos que se hacen a compás en los bailes y danzas”, tanto como el “cambio convencional del nombre de las notas en el solfeo antiguo, para poder representar el si cuando aún no tenía nombre”.

Los poemas, breves y de versos también breves, también tienen versos que mudan, porque se repiten de un poema a otro, a veces idénticos, a veces con variaciones (aunque, como ocurre en poesía, se sabe, nunca terminan de ser idénticos a sí mismos, sino que van poniendo a variar sus sentidos como en las composiciones musicales), como el verso “desde que somos un diálogo”.

Hace entonces de este modo Soares del lugar del diálogo otro inhabitable espacio de mudanza: porque lo que hay, desde que somos un diálogo, es la imposibilidad misma del diálogo, y la mudanza deja a un yo inerme arrebujado en el piso de una habitación fría de un departamento recién ocupado, en una frazada, intentando despuntar un pensamiento.

Fina observación en versos finos de situaciones mínimas cotidianas, es la tensión del verso breve y su ejercicio de combinatoria, estudiada pero que no da como resultado un efecto conceptual, lejos de todo realismo y más todavía del costumbrismo, aun cuando mencione a esas “parejas que comen en silencio en un restorán”, la que logra que las frases se carguen de sentidos mudables por ese ejercicio de variación y suma de los significados que los hace adquirir lentamente una consistencia y una rotundidad sorprendentes. Y entonces también crecen hacia lo impreciso en su propio itinerario. De mudanzas, de mudanza, de silencios, de abandono.

Y si se trata primero del niño que se muda de un departamento de alquiler a otro con su madre, si se trata del silencio que crece, y de esos utensilios que se abollan y se arreglan después de cada mudanza pero igual quedan marcados, quedan con la huella de un acontecer que se repite subrayando la herida de su unicidad, el gesto se expande hasta el abandono de la pareja. Todo marcado indefectiblemente, con su tic tac, por las aspas del ventilador de techo y su funcionamiento cambiante.

Entonces casi novela de aprendizaje que no fuera sino una pequeña hilación de microrrelatos de fracasos cotidianos, como el del niñito que nunca llega a hilar los tres deseos antes de soplar su velita, la escena mínima anuda por un momento la percepción (y una agudizada), la afección, y el pensamiento. Porque “desde que somos un diálogo”, inconcluso podría decirse, imperfecto hasta lo monológico, en realidad cada uno vive en su propia mente, y el silencio se abre entre las personas, en ese punto impreciso en que el pensamiento despunta de la palabra como la paloma surge del sombrero del mago. Ejercicio de prestidigitación que, aunque simule lo contrario, no hace sino acrecer las distancias entre los cuerpos, porque en definitiva “somos un diálogo/ interior y silencioso”, lo que se hace patente es aquello que en la foto se desconoce, es la distancia que separa a una cama cucheta de la otra, es lo que se entrevé como reflujo con los ojos abiertos/cerrados, es “esa foto que fuimos quemándose poco a poco”. Lo fijo, como el clavo que se intenta poner cada vez que se inaugura un espacio, y que acaba por ceder, falla, fracasa, y lo que pervive, persiste, insiste, con el movimiento de los versos, como olas, con su ir y venir, con sus hallazgos, sus pequeñas caracolas (y hay que hacer notar aquí que el corte del verso no es cualquiera, como puede percibirse por ejemplo en “hacer y deshacer/ lo que vivimos en la mente”, que no es lo mismo que decir, pongamos por caso, “hacer y deshacer lo que vivimos/ en la mente”) es el flujo y reflujo de las olas, es el mar, el mar, el mar, ah, con su baba pero también con su frescura.

En el camino de la separación, de la mudanza (porque mudar también es ser inconstante en amores), pero también desde antes, desde el nacimiento, porque “separarse/ es como despertar/ recién mudado”, la mudanza se convierte en el concepto que concentra una idea, una percepción y una sensación de la vida: ese azoro, esa soledad inalienable, ese desamparo, del que despierta, recién nacido, recién mudado, a no se sabe bien qué, con el ruido ominoso del reloj, o de las aspas del ventilador, que marcan el tiempo mismo de la mudanza, hasta la próxima partida. Lugar desde donde mirar el mundo, sin tragedia, como un dato de hecho, que también constata que, cuando empezábamos a ser felices, nos mudábamos. Mudanza de mudanzas si las hay, la impresión final de la lectura no tiene que ver sin embargo con el desasosiego, porque el aliento en cada verso se retiene y no desborda hacia lo sentimental, sino que se presenta como la simple constatación de un estado de cosas, que invita, también, a anudar, a poner a variar, palabras, sintagmas, frases hechas, para ver como refluyen, para saber, para intentar hacer de cada pequeño nuevo y deshabitado lugar recién mudado, un pequeño mundo donde vivir, donde habitar, siquiera efímeramente.

 

Osvaldo Bossi, “Episodios de una vida lejana”

Revista Hablar de poesía, nº 21, mayo de 2010, pp. 285-288

Sólo el tic tac del tiempo, el sin cesar monocorde del tiempo, esa especie de mezcladora invisible, portátil, que construye ritmos. En fin, el poema. Es eso lo primero que escuchamos al leer este libro de Lucas Soares, pero también sus libros anteriores: El Río ebrio y El sueño de las puertas. El tiempo que se lleva el poema y lo devuelve, a cada instante, intacto en su fragmentación, en su deseo inconfundible de decirlo todo y no decir, nunca, nada; o en todo caso, de girar en torno de una verdad sin tocarla, o tocando lo que verdaderamente nos importa: su realidad incandescente.

Cada poema gira incansablemente sobre lo mismo: el sueño de la mente que sueña el tiempo y sueña el poema. El resto es aleatorio o, como nos señala desde el título mismo, mutable. Vale decir, sujeto a cambios, intercambios infinitos. De hecho, a cada instante las imágenes vuelven a acomodarse y a materializar, no tanto el sentido, como la punta de ese sentido en permanente fuga, donde “un diálogo interior y silencioso/ continentes de espuma/ en una habitación recién pintada/ construye y destruye/ sus puntos de vista/ en cada ola”.

Ese punto de vista, sin embargo, ese eje, después de interminables rotaciones, termina sedimentando en una simple imagen: la cama cucheta. Especie de camarote a la deriva desde donde el yo que nos habla desde el poema –el yo lírico, como se dice habitualmente– observa las huellas que sobre la realidad fue dejando el paso del tiempo: “Acostado/ en la cama de arriba/ midiendo la distancia que separa/ mi cuerpo del techo/ levantar la cabeza/ las aletas del ventilador cortan/ uno por uno mis pensamientos”. (Me gustaría agregar que esas mismas aletas son, de alguna manera, las mismas que cortan y escanden los versos, dejando como resultado una sintaxis enrarecida, que privilegia la yuxtaposición de imágenes a cualquier ilusión de continuidad.)

Pero sigamos. Un par de poemas más adelante, la misma voz nos habla de “el eco de esa pregunta del tao/ que tanto te gustaba escuchar/ ¿cómo sabré la manera/ de mirar por el mundo?/ desde aquí/ desde una cama cucheta”. A partir de ese mínimo –pero decisivo descubrimiento– todo empieza a girar y a mudarse, tanto en el espacio como en el tiempo, consciente de que este nuevo aleph, como la bolsa de dormir o la hojita de afeitar en Viel Temperley, es, en cierta forma, el centro desde donde el poema mira “el mundo” y da cuenta de lo que mira. Es decir: la imagen que contendrá todas las imágenes en su interior.

La voz, desde ese momento, podrá ir y volver. Y podrá desplazarse, sobre todo, en ese tic tac del tiempo recuperado que en poesía no es otra cosa que ritmo. Aunque en el medio se tropiece con esos relámpagos, esas imágenes que no llegan nunca a constituirse del todo, pero que funcionan como las astillas, las rampas hacia una epifanía que, antes de ser alcanzada, se vuelve a transformar. Como esas olas “que estiran su vida hasta donde pueden/ a ver cuál de todas pienso/ llega más lejos en la orilla/ el ritmo del cuerpo se confunde/ con el oleaje y los pensamientos/ el sol reverbera en la espuma/ secando la arena mojada/ que deja el pensamiento en su reflujo/ como el negativo de esa fotografía/ que fuimos quemándose de a poco”.

Como si cada poema entrara en la máquina del tiempo. Como si el poema mismo fuera la máquina del tiempo que regurgita los vocablos y los devuelve, uno por uno, siempre los mismos y siempre transformados, a su lugar de origen. Hachazos de luz. Instantes, en todo caso, restituidos por una memoria que, a partir de un movimiento aspiralado y circular, construye y destruye frases, signos, palabras, a una velocidad increíble; dando la sensación de que todas las cosas se atropellan y ocurren a la vez. Se accidentan y, al hacerlo, se incrustan, vertiginosamente, unas en otras. Y al mismo tiempo, todo lo contrario. Como si esos saltos continuos, esa imposibilidad de recalar en ninguna orilla o margen de sentido seguro, terminara provocando (como es lógico) un efecto inverso, donde un estado de lucidez, de vigilia constante, impide que los hechos se desarrollen y vayan a parar al mismo desaguadero al que van a parar todas las cosas de este mundo.

Me refiero, para no dar más vueltas, al olvido. La muerte que, según Borges, es el olvido, y que en los poemas de Lucas Soares se percibe como la verdadera (y temible) fuente de sentido a la que su escritura se resiste, de una manera o de otra. Escena demorada o acelerada –no importa, como ustedes prefieran. Cortada por las aletas de un ventilador mal colocado y chirriante, que gira, al igual que cada uno de estos poemas, en sueños, moliendo la distancia que separa un instante del otro, un verso del otro. Como si escribir fuera eso: contemplar, desde una cama cucheta, los episodios de una vida lejana, casi ficticia, donde “los pensamientos se van/ agolpando como un quedarse/ suspendido del sonido/ terminada la canción”.

Parece una trampa, es cierto, una suerte de aporía, similar a esos maravillosos aforismos que le valieron la fama de Oscuro a Heráclito. Como éste, perfectamente aplicable (creo) a la poesía de Lucas Soares: “Nada es permanente a excepción del cambio”. O este otro, donde introduce la metáfora del río para darnos un ejemplo de nuestra inconstancia y de nuestra mutabilidad: “En el mismo río nos bañamos y no nos bañamos, somos y no somos”.

De alguna manera, todos los poemas de este libro, Mudanza, se ven reflejados, si no me equivoco, por el fulgor de esas aguas que están y no están ahí, de las que formamos parte y a la que ya no pertenecemos. Sólo que –y aquí se encuentra uno de los méritos de la poesía, no sólo de este libro sino de la poesía en general–, el poeta, a través del poema, es la única criatura que logra entrar en el río de Heráclito más de una vez, y lo hace, como sucede en este libro sobre todo, mediante la tensión de un arco rítmico que oscila entre la razón (el lógos) y la dulzura o vértigo de las apariencias. Aunque, tratándose de poesía, como dice María Zambrano, el lógos (escindido) está al servicio de la embriaguez. Y por eso mismo, como consecuencia, “traiciona la razón, usando su vehículo, la palabra, para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer de ella la forma del delirio”. Bueno, de ese delirio, de esas sombras, o mejor dicho, de esa batalla con ese delirio y esas sombras, nos habla este enigmático libro de Lucas Soares.

Link a la reseña

 

Julieta Lerman, “El caleidoscopio de Lucas Soares”

Revista No Retornable, n° 4, noviembre de 2009

Si los libros de Lucas Soares fueran un objeto, podrían ser un caleidoscopio. Los tres elementos de la palabra (del griego, cálos: bello, eidos: imagen, y scopéo: observar) son los puntos en los que se apoyan sus poemas. Lo poético, en estos textos, arraiga en la capacidad de observación: es un yo que mira y se construye a sí mismo a partir del mirar. Observación interior y exterior de las cosas que pasan, el poema crea su espacio en el intermedio donde el adentro y el afuera coinciden y se superponen. Como dice Mallarmé, es una suerte de afuera interior: “la emoción poética no es un sentimiento interior, una modificación subjetiva, sino un extraño afuera dentro del cual estamos arrojados en nosotros fuera de nosotros”. Este extraño afuera-dentro en Lucas Soares, se construye a partir de un juego de miradas: la mirada interior, la mirada hacia fuera, la mirada desde afuera, etc. “Ahora veo caer (sin ser visto) la aguja que cose al ojo con su mirada” (El sueño de las puertas). Ese encuentro feliz del ojo –y lo que ve– con su mirada, es el poema pero es, además, el lugar donde reside la capacidad poética que pone en juego los puntos de vista, los ángulos posibles desde donde ver –y construir– la misma imagen y el mismo poema. Cada libro –El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006) y Mudanza (Paradiso, 2009)– tienen tal nivel de cohesión y de unidad que casi se diría que conforman, cada uno en sí, un solo y único poema. La capacidad de ver y jugar con los puntos de vista, es el don del poeta. La poesía constituye un juego en el que las cosas se dan vuelta y se hacen reversibles: “Un movimiento que indaga las razones de una quietud (…). Mejor hablar de una quietud que indaga las razones de un movimiento” (El sueño de las puertas). Se trata de un movimiento-quietud que revela las diferentes caras de lo mismo a medida que escarba en el poema, como si quisiera, así, dar con la dimensión exacta de las cosas. O mejor: los poemas sólo pueden sugerir aquella dimensión, señalarla de lejos, de manera dispersa y fragmentaria porque ellos mismos son fragmentos-esquirlas producto de un estallido doloroso: “El corazón: fracturado. Vidrios desparramados por el suelo reflejando el recuerdo de aquella caída. Como podrás ver, cada vidrio engarzado con los otros configura una memoria” (El sueño de las puertas).

En los tres libros, los fragmentos del caleidoscopio se retoman uno a otro, se vuelven a fragmentar, se reenvían y reacomodan para crear nuevas imágenes de lo mismo. En El río ebrio, como avisa el primer poema, se trata de la muerte del padre: “hay un punto/ en el que esa ausencia/ resuena:/ hablo/ como es obvio/ de una muerte./ Hay un punto/ en el que resuena/ lo obvio de esa muerte”. Este libro es, por un lado, un solo poema que se continúa página a página como un río o, más bien, como un hilo de agua de palabras secas. Pero al fragmentar el poema-padre en otros poemas, se abre todavía más al sentido. Fragmentar, en Lucas Soares, es potenciar el sentido, multiplicar las maneras de ver.

El sueño de las puertas es el caleidoscopio más simétrico. Los poemas de la primera parte (“La puerta de marfil”) corresponden uno a uno a los poemas de la segunda parte (“La puerta del cuerno”) que, en la primera lectura, se advierten como reescrituras y, en la segunda, como un desdoble simultáneo en contrapunto. Los epígrafes también forman parte del caleidoscopio y, en este caso, Homero y Virgilio explican y advierten sobre las visiones verdaderas y falaces a las que conducen cada una de las puertas.

Si en este texto impera el sentido de la vista y las imágenes –propias del mundo onírico–, en Mudanza, en cambio, reina el sentido del oído en todas sus formas: la escucha, los ecos, resonancias, diálogos. Es el mundo de los recuerdos, de la infancia, de separaciones: de mudanzas –exteriores– que se aquietan para producirse en el interior: “los pensamientos se van/ agolpando como un quedarse/ suspendido del sonido/ terminada la canción”.

Éste es un caleidoscopio sonoro, compuesto por fragmentos de escenas, de recuerdos, de voces y de ruidos que suenan todos juntos, al mismo tiempo, en la casa de la memoria:“en las caritas perfectas/ y tristes/ que dibujabas/ en las distintas agendas/ que había al lado/ de los distintos teléfonos/ que tuvimos/ en los distintos departamentos/ sonando ahora/ al mismo tiempo/ en las distintas habitaciones/ sin que nadie/ los atienda”.

Es el tiempo-espacio del desvelo, en el que los pensamientos y los recuerdos se despiertan. Se trata, de nuevo, del guante reversible que, de un lado, es movimiento (de la memoria y de la escritura) indagando en la quietud (del insomnio). Y viceversa: es la quietud que se expande hacia fuera y quiere “conquistar el mundo” en la mirada multiplicada, adueñarse del espacio en un poema: “desde una cama cucheta/ establece puntos de vista/ recién mudado/ conquista el mundo/ sin hacer nada”.

El insomnio es el revés del sueño pero es, simultáneamente, su espacio-tiempo poético homólogo. En los tres libros, el primer poema que abre cada serie, instaura la escena en la que se desarrollarán los siguientes. El primer poema de El sueño de las puertas dice: “Tras la puerta: escaleras de un sueño. Como podrás ver, ya no se puede subir ni bajar”.

Y el primer poema de Mudanza: “vueltas/ en la cama/ el compás/
 desvelado del lento/ 
tic tac en cada parpadeo/
 del sueño: la pesadilla/
 un diálogo imposible/ dormir/
 con mis pensamientos”.

Así, en estos casos, el primer poema instaura la quietud que luego estallará en pedazos (o sea: en poemas). Aquí escribir equivale a recordar, a pensar y a soñar. De este modo, en Mudanza, el mecanismo de la memoria y del pensamiento coincide con el de la escritura: “revolcado en la tarea/ de hacer y deshacer/ lo que vivimos en la mente”.

En este sentido de la escritura entendida como un “hacer y deshacer”, mentalmente, el poema en Lucas Soares es esencialmente un diálogo. Los epígrafes, en este libro totalmente incorporados al caleidoscopio, constituyen los núcleos con los que dialogan constantemente los poemas. Wallace Stevens, José Hernández, Lichtenberg, Hölderlin y Platón dialogan entre ellos en las páginas que comparten, en los poemas donde son retomados y sobre ellos, superpuestos, se trama el propio diálogo que establecen los poemas entre sí. Toda la escritura de Soares está en clave dialógica, de manera que todo pueda dialogar con todo lo más posible.

“Desde que somos un diálogo” dice el epígrafe de Hölderlin. Por un lado, como le agrega Platón en la página que comparten, aquí quiere decir que cada persona, con sus pensamientos, es un diálogo “interior y silencioso”: “un diálogo interior y silencioso (…) construye y destruye/ sus puntos de vista/ en cada ola”. Pero también el diálogo es la manera en la que nos relacionamos unos con otros. La estrofa completa a la que pertenece el verso de Hölderlin dice: “El hombre ha experimentado mucho./ Nombrado a muchos celestes,/ desde que somos un diálogo/ y podemos oír unos de otros”.

Interpretando al poeta alemán, Heidegger dice que el ser del hombre se funda en el habla pero que a ésta la antecede el oír y, todavía más, el oír condiciona la posibilidad y la calidad del habla. En ese sentido, los poemas de Soares parecerían venir, sobre todo, a dar testimonio de una escucha. Testimonio que quiere dar cuenta, no ya como el romántico alemán, de la esencia de la poesía, sino de la esencia de la experiencia. La experiencia de la mudanza, la experiencia de la niñez, la experiencia de la memoria, la experiencia de la separación e incluso la de la escritura. Los poemas se fundan en una escucha del exterior, del otro, y en una escucha interior y silenciosa. Y esa escucha total constituye una manera de mirar el mundo de la que son, al fin, testimonio estos poemas.

En alemán, cuando coloquialmente la gente se despide con una expresión que invita a seguir en contacto y continuar el diálogo en otro momento, en lugar de decir “hablamos”, como nosotros, dicen “nos escuchamos”. Como decía Heidegger: antes de hablar, nos escuchamos. Los poemas de Lucas Soares también: antes de hablar, escuchan y abren la oreja para que se oiga el eco de las palabras que rebotan afuera-dentro del caleidoscopio.

 

Florencia Fragasso, “Impresiones sobre Mudanza

Texto de la presentación del libro en el Espacio Literario “Juan L. Ortiz”, Centro Cultural de la Cooperación, septiembre de 2009

1

¿Qué forma tendría la mente, si pudiéramos dibujarla? ¿Un esquema de trazos breves, concisos, con alguna que otra flecha que asocia conceptos; un torbellino de formas mutantes pero reguladas, tipo caleidoscopio; o un desastre de texturas y sustancias que salpican el papel y modifican su textura?

Mudanza es un poema-libro que anda buscando un lugar. Un sitio para aquietarse por fin y desde allí mirar el mundo. Un punto de vista. En el transcurso de esta búsqueda, como quien no quiere la cosa, termina trazando un dibujo posible de la mente, que es, según el verso de Wallace Stevens que abre el libro, el lugar donde vivimos.

Es imposible lograr fijar el poema, colgarlo en la pared con un clavo derechito, ya que no para de mecerse todo en él: las palabras, los objetos, los ángulos. Pero, eso sí, siempre dentro de las mismas cuatro paredes: un cuarto más bien pequeño, con una cama-cucheta, un ventilador chirriante y ventanas enrejadas. En esa caja-poema siempre es verano, y la hora eterna de la siesta.

El poema busca en ese cuarto su propia voz, para decirse y poder traducir algo del complejo diálogo interior que no se calla; no hay peor insomnio que el de la siesta.

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Si lo miráramos desde afuera, el poema tiene la arquitectura de los puentes colgantes: estructura sólida, ingeniosos hallazgos ingenieriles, liviandad para mecerse. Esto hace que todas sus piezas estén en movimiento perpetuo, chocándose a veces, mezclándose, revolcadas, “como la moneda que el mago/ arrojó al aire la revolcada/ trayectoria del tiempo”, como se revuelca el perro suicida con el cable de teléfono, como revolcadas y revueltas se adivinan las sábanas de la cama donde el poema se acuesta y recuesta una y otra vez en su inquietud insomne. Las cadenas que ofician de sostén al puente chirrían cuando el viento las hamaca, confundiéndose con el ruido del ventilador de techo que hay dentro del cuarto.

El tempo de este poema es el vaivén, el ir y venir de un péndulo, “el paso del tiempo/ la coronita/ se aflojaba/ se me salía/ me la volvía a poner/ despegándose a veces”. Y le imprime ese mecerse pendular a lo que sucede dentro y fuera de la mente: “el ritmo del oleaje se confunde/ con el del cuerpo y los pensamientos”.

Cuando a este tempo le toca espacializarse, lo hace tomando la forma (pendular también) de la distancia, que se vuelve clave para medir las relaciones entre cuerpos-mentes-objetos dentro de la habitación de espacio reducido: “distancia que separa/ dos cuerpos, uno arriba otro abajo/ desde que somos un diálogo”. O “la distancia que separa/ mi cabeza del techo y del ventilador”.

En el diseño simple, austero, el no-diseño, de esa habitación, hay un objeto imán: la cama cucheta, punto neurálgico desde donde y hacia donde el poema se hace. Se va enhebrando en distintos versos para hilar todo el libro y volverlo poema largo.

En la búsqueda de sí mismo, este poema logra encontrarse de a ráfagas, casi de casualidad, y muy rápido se distrae: un verso se choca con otro y se interrumpe, retomándose unas páginas más tarde inserto en un nuevo contexto. El azar que rige este orden es el de la distracción. Las aspas del ventilador cortan las ideas y la dicción, forzando al poema a buscar otros destinos cercanos pero nunca el original, así como el aire artificial dispersa los papeles confundiendo presente y pasado. El significado de ciertas palabras (“como desabrido”) y saberes se aprende y, como resultado de esa distracción, se olvida automáticamente.

3

Si el poema se acomodara finalmente y se dispusiera a la contemplación a través de la ventana enrejada, ¿qué vería? Desde un plano inclinado, quien yace en la cama-cucheta, a través de las rejas que deforman, vería tal vez una realidad exterior no muy diferente a la representada en los dibujos de Grosz, uno de los cuales (¿casualmente? ¿cómo se deciden las tapas de los libros?) ilustra la tapa de la edición de Paradiso.

Los dibujos caricaturescos de George Grosz, que retratan el desquiciamiento de la sociedad durante la guerra y posguerra, carecen de perspectiva: todo aparece junto, apelmazado en el mismo plano, no hay toma de distancia ni perspectiva. En Mudanza, esa vida de la calle –o ausencia de vida–, externa al poema, está presente por ausencia y por breves menciones urbanas decadentes de aquello que la reja apenas deja entrever: un restorán de Congreso donde las parejas comen en silencio, o un viejo colegio lleno de ratas. La ciudad clara, amplia y moderna que aparece referida es la de la infancia, irrecuperable: La 9 de Julio, Plaza Francia.

Los dibujos urbanos de Grosz presentan la ciudad como caos y como infierno, lo que la mirada de Mudanza tal vez encontraría si se atreviera a desenrejar las ventanas de su cuadrado blanco. Pero este refugio artístico-poético-estético, esta mente que dialoga consigo misma donde el poema vive, de sábanas sin estirar, termina siendo más asfixiante y caótica que cualquier realidad exterior.

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El puente-refugio se mece en el paisaje del mundo, por eso todo adentro se mueve, todo está vivo, y el inventario se vuelve imposible. ¿Cómo enumerar aquello que está mudando?

Durante la lectura me visitó varias veces la sensación de que las palabras pueden animarse, salir andando solas, y mudarse de página o de verso para ensayar un orden nuevo, siempre temporario. Y la voz del poema, que se revela impotente, intenta en vano tomar nota de las jugadas de un ajedrez mientras está siendo jugado. Es en esta impotencia asumida donde radica la fuerza poética de Mudanza.

El punto de vista es móvil, impreciso, pero siempre vuelve al sitio desde donde se desprenden sueños, pesadillas y pensamientos, para recomenzar: la cama-cucheta, el objeto doble, la doble palabra.

La mirada sube a la cama de arriba, salta otra vez a la de abajo; desde esta distancia viaja en el tiempo y construye, como babas del diablo surcando la habitación, puntos de vista para poder verse a sí misma.

¿Cómo reinventarse sin salir de un cuarto? ¿Cuántas versiones de sí nos ofrece la habitación? Y la pregunta que parece retumbar en todo el libro: ¿Cómo mudar quedándose, sin mudarse?

En un momento de fugaz ilusión, pareciera que la segunda parte del libro, titulada justamente “Mudanza”, nos va a liberar de este encierro y su encrucijada. Llega el desplazamiento, pensamos, y se abre la posibilidad de hacer un inventario de cero.

Pero, ¡horror! avanzan los poemas y la claustrofobia crece: descubrimos que las mudanzas son una sucesión, no cambian nada de la esencia. Se cambió de lugar, sí, pero otra vez una cama-cucheta (¿la misma?) une y separa. Ahora falta pintar, hay insectos y muebles que prometen copular y perpetuarse, de fondo el constante chirrido del ventilador de techo (¿el mismo?, ¿lo descolgó y lo trajo a la casa nueva?).

Lo único que en esta segunda parte despunta como novedad es cierto espacio para la nostalgia y una confesión: “separarse/ es como despertar/ recién mudado”.

Las mudanzas se revelan como esas interrupciones permanentes al poema, que impiden un punto de vista fijo, “justo cuando empezábamos/ a ser felices nos mudábamos”. Cada mudanza es una separación. Pensamiento y acción estarán por siempre desunidos. El ruido de lo concreto interrumpe el pensamiento y el fluir de la conciencia, así como los pensamientos (o recuerdos) interrumpen la acción concreta. Si me distraigo, el clavo se tuerce, nunca sé cómo pasa.

Las ventanas de esta nueva casa sospechosamente parecida a la anterior también se enrejan para protegerse de las alimañas del afuera y de la más contaminante de todas: el pasado.

El habitante de la caja-casa se volverá adulto recién cuando sepa colocar el ventilador él solo, y clavar un clavo sin torcerlo, siguiendo la creencia de que dominar ciertos aspectos de la vida útil promete la entrada al espíritu tranquilo de la responsabilidad: una casa sólida que no se mece sino que se arraiga firmemente a la tierra, donde se anularía el diálogo permanente de la mente con la mente.

Entonces no habría poema.

 

Carlos Battilana, “Una especie de intensidad”

Sitio Poesía Argentina, nº 4, septiembre de 2013

Roña comienza con una cita de Alberto Migré. ¿En qué esfera de la cultura situar a Migré? Respetado por la comunidad de la industria de la televisión, hoy día tiene el consentimiento de una cofradía culta que, mediante sobreentendidos, comprende que estamos ante un verdadero autor. ¿Cuál es el secreto artístico de Migré, en qué consiste su singularidad? Sin quejarse de los formatos que le había propuesto la TV, aprovechó no sólo sus procedimientos con el objeto de filtrar cierta crítica social, a veces política, sino que construyó una estética de la emoción. Migré tuvo una verdad que contar y en los límites del espacio televisivo, segregó cierta emotividad de la experiencia urbana. Migré tuvo otro mérito: nunca fue arrogante con sus personajes, no estuvo más allá de ellos. Como íconos anónimos de la urbe, en sus textos despunta un sentimiento que los griegos explicaron y desarrollaron con maestría en sus notables tragedias: la piedad. Pero la de Migré es una piedad invisible. Sumó otro condimento: historizó las telenovelas. Los relatos atemporales y el aire enrarecido del estudio de la televisión, fueron suplantados por una percepción del presente histórico y, consecuentemente, por un registro del habla pública, un vocabulario y una gramática determinadas socialmente. Allí sitúa sus historias: un presente sin más proyecciones que su propia temporalidad, en la que habitan las vacilaciones y las contradicciones de sus héroes, el constante sobresalto en el que viven sin demasiadas certezas, presos de tormentas afectivas y personales que la polis les impone.

Cito un fragmento de Fabián Casas:

“Hay un montón de escritores que están para uno en un limbo impreciso. Por ejemplo, en mi caso, Soriano, Geno Díaz, Dal Masetto, Rabanal, PoldyBird y Vicente Battista –para nombrar sólo unos pocos– forman una escudería que, no sabría justificar por qué, va de la mano. Seguro que son diferentes, disímiles, pero los pongo, como diría mi vieja profesora de matemática, dentro del Conjunto A”.

¿Dónde situar a Alberto Migré? ¿En cuál conjunto? Lejos de la tradición prolijamente literaria de Borges, distante de las temáticas que refieren organizaciones conspirativas y lunáticas, a lo Arlt, Migré está más cerca de Puig, un escritor que abrevó en el teleteatro, el cine y el folletín. Sin alejarse de la fuerza comunicativa del teleteatro, no deja de reflexionar, como Puig, sobre cómo narrar apelando a otros géneros. Siendo un potencial objeto de aquél, Alberto Migré, de algún modo, imita su gesto al nutrirse de otros géneros. Pero a diferencia de Puig, realiza el camino inverso, ya que, en vez de elegir discursos del folletín o del teleteatro, se nutre de la propia literatura. Sin embargo, la literatura a la que recurre es de prestigio dudoso, o percibida con sorna o con indiferencia por los círculos cultivados, una literatura canónica o frecuentada, a menudo, en el ámbito escolar (los poemas de Julia Prilutzky Farny, los cuentos de Poldy Bird, la novela Mi planta de naranja lima, las enseñanzas de El Principito, los aforismos de Narosky). Migré, el mejor de los guionistas de teleteatro, un género considerado como plebeyo en el momento de su realización, recurre a los desechos de la literatura. Y también a distintos discursos de la cultura: en este sentido es sensible a la mezcla, como si hallara en ese procedimiento, la verdadera clave de su originalidad. Acaso por ello es recordado por un público masivo y obtiene la bendición (que él ni siquiera pidió) de un auditorio cultivado, al descifrar los mecanismos de su invención.

Los teleteatros de Migré destilan el sustrato del oficio, pero también la fuerza de una narración preocupada por contar historias de seres atormentados por el amor y el pulso emotivo de la ciudad. Lucas Soares cita a Migré (hay un fragmento suyo como epígrafe de Roña donde dice que tres o cuatro sobrevivientes del fin del mundo siempre “volverán” a contar una historia) y, al evocarlo, hace de la teoría de los conjuntos de la matemática moderna, fervorosa, trabajosamente divulgada por las viejas maestras de nuestra infancia, una apología de la mezcla, un lugar donde los conjuntos se mixturan. Los papers universitarios, límpidamente eficaces, que Lucas Soares no desconoce y, que hasta frecuenta en su vida profesional, son una especie –sabemos– de editing con tufillo aséptico y blindan cualquier tentativa de pensamiento con sus instrumentos de podar. Aquí son destrozados en su raíz por un discurso poético permeable a los olores, los sabores y la roña de los lenguajes sociales. La pregunta que podemos formularnos es de qué modo se absorbe este flujo discursivo en la poesía de Soares. Verificar esta mezcla es dar cuenta del residuo que deja cualquier experiencia vital: “empecé a borrar/ los marcos de suciedad/ que dejaron en la pared/ los dos cuadros que te llevaste/ quedó peor es cierto/ pero estaba contento”.

Seres a los que, metafóricamente, nunca les llegan las perfectas olas de los dorados surfistas profesionales, son narrados en un marco en el que tienen como soporte de sus existencias los avatares y la intimidad de la ciudad contemporánea. Este libro desmiente que para contar la experiencia de seres urbanos es necesario caer en el estereotipo. Los poemas de Soares cuentan historias de seres, secretamente fatigados, que se adaptan al sistema sin queja, que conocen sus mecanismos, pero que tampoco demuestran adhesión incondicional y que, en esa maqueta de cartón capitalista, procuran amar, hablar, coger. El deseo, muchas veces chamuscado por las prescripciones del sistema, sobrevive en ellos, y evoca el lapso pequeño de días que el destino les ha asignado. Por eso el poeta que aquí escribe tiene un oído atento a dos dimensiones del discurso. Por una parte, el discurso social, el discurso polifónico de la calle (una pequeña y sutil Babilonia que el poeta detecta). Por otra parte, el discurso atávico de la Poética y la Estética, con sus diversas capas geológicas, un discurso que el poeta para nada desprecia y con el que no se hace el distraído ni el pibe “chabón de barrio” desdeñoso de la sutileza que la cultura letrada puede proporcionar. Por eso mismo retoma a Migré, no por su especial amor al pibe de barrio de los años 70, sino por la atención al individuo contemporáneo. Los individuos que recorren Roña parecen haber transitado por la experiencia cultural de la posmodernidad y la experiencia políticamente atroz del menemato. Nada de hacerse el ingenuo. Blindado de estas experiencias culturales, el sujeto poético no vuelca ni en la militancia pop ni en una parodia calculada. En Roña despunta un estremecimiento que no sólo permite pensar el lenguaje de esta época, sino también sus escenas preferidas, más que como registro, como forma. En este sentido, Roña es un libro profundamente sentimental, pero lejos del estereotipo de lo que podría concebirse como “sentimental”. Lo sentimental en este libro aparece en filigrana, como segregación de una experiencia de individuos que se debaten babélicamente en medio de la polis. Salvando las distancias, Roña remite a Las flores del mal en un sentido: en nuestro módico escenario literario, es un libro que proporciona una leve vibración nueva. El registro emotivo de este libro surge en individuos que no pueden ser héroes, antihéroes, ni idealistas. Roña nos dice que se puede obtener intensidad en las historias de individuos que carecen de entusiasmo o de objetivos intrépidos: es decir que se puede obtener un pathos en el universo amorfo de la medianía. Por eso el título descoloca ya que suena a realismo atolondrado, la novedad que Cucurto reveló a fines de los 90. Pero no, el realismo de esta poesía aparece metabolizado bajo el efecto de una atención dirigida a los individuos cuya épica se sitúa lejos de la marginalidad y el vitalismo ostentoso, una de cuyas características es la parquedad de su discurso. Son individuos que se emocionan de manera pudorosa, viendo un film, o que están expectantes de las miradas esquivas que se dan en el vagón de un tren, como si aquel famoso poema de Baudelaire, “A una paseante”, se actualizara en las profundidades de la estación de un subte porteño.

¿Por qué me gusta este libro? Siendo profundamente dialógico, haciéndose cargo de las voces callejeras, las voces íntimas, los discursos sociales, el sujeto poético no se esfuerza por mostrar la hilacha: no nos dice con carteles luminosos que esta poesía no adhiere a una estética monológica, ni que rivaliza con ella. Es decir, no se irrita. Soares no necesita gritar que la comunidad que comparte una lengua no es una totalidad homogénea, ni que está constituida por grupos diferenciados social, geográfica y cronológicamente, según su actividad, profesión o pertenencia política. La voz de la vecina, los gestos del pastor evangélico, el voceo del vendedor ambulante, las imágenes oníricas, la voz de la chica con quien se pasa las tardes de amor, aparecen sin exhibicionismos ni exagerados subrayados, como si un hilo invisible colectara los distintos registros. En consecuencia, sin ejercer una pedagogía políticamente correcta respecto de la pluralidad, la lengua florece en Roña mediante pequeñas esquirlas del discurso que se tornan permeables entre sí. Roña es un libro de valencias químicamente impuras, un libro de detalles, esos detalles que pasan desapercibidos en la ciudad y que, como todos sabemos, sin embargo, son el corazón de su ser.

 

Rodolfo Edwards, “El poder de la palabra”

Revista Ñ, Diario Clarín, 24 de agosto de 2013, p. 27

La sobriedad del diseño de Roña, ese verde mate sobre el que se recorta una delicada figura femenina dibujada por Ral Veroni, se enlazan naturalmente con la propuesta del libro. En estos tiempos revueltos y desalmados, apelar a los sentimientos prácticamente significa internarse en zonas de lo fantástico. En Roña, Lucas Soares se anima a escribir poemas de amor y la experiencia se convierte en algo liberador y refrescante. Las palabras fluyen sin interrupción, se deslizan de un poema a otro, unidas por sutiles canales. Cristalinos, vivaces y sentimentales, este puñado de textos no parecen responder al zeitgeist de una época plagada de fariseos y falsos profetas celebrando el desánimo, los disturbios mentales y la constipación existencial. Soares confía plenamente en el poder evocador de la palabra y se anima a desafiar a los que siempre ponen como excusa “lo indecible” para caer en estériles “complejismos” o galimatías experimentales que se confabulan para espantar a los lectores. La poesía de Soares es afirmativa aunque no excluye la experiencia del dolor. Dramas cotidianos son trovados sin énfasis ni efectismos: “escuché lo que quedaba del recital/ encorvado adentro de la ambulancia/ mientras le confesabas a la enfermera/ que una vez intentaste suicidarte”. Esta aparente llaneza, encubre un sutil entramado de sucesos que flotan en el aire como burbujas en la memoria. El pasado tiene muchos recursos para filtrarse en el presente: cosas sucedidas en tiempos lejanos pueden reaparecer en cualquier momento entre las nieblas del sueño o brotar de los sonidos aleatorios de la realidad.

Con pocos elementos, dentro de espacios íntimos o exteriores, Soares arma puestas en escena donde todo adquiere sentido a medida que se dibuja el cuerpo del poema: “en un rincón del bar/ acaba de sentarse/ una puta mal teñida/ sola en la mesa/ guarda y saca cosas de la cartera”. Estos recortes son pedazos de ciudad arrancados como frutas de un árbol, instantes congelados por un disparo certero, antes de perderlos para siempre. En algunos poemas se advierte un clima carveriano, aunque sin sordidez, ya que Soares aureola lo mínimo: “enfrentados en el subte/ hago que leo, te miro de reojo/ nunca levantás la vista de tu libro”.

No en vano, el epígrafe de Roña es un texto del mayor dramaturgo de la historia de la televisión argentina, el gran Alberto Migré, donde el autor de Rolando Rivas, taxista habla de la testarudez que representa el hecho de contar historias: aunque el mundo esté por desaparecer siempre habrá alguien dispuesto a empezar un relato: “Quedarán tres o cuatro y volverán a contar una historia. Y, hasta entonces… roña”. Imbuidos de un halo de levedad y discreta belleza, estos poemas seguramente van a indignar a los habitués del parnaso de los cínicos, porque Soares cree en las palabras. Cada día es una hoja en blanco y alguien tiene que escribir la primera línea.

Link a la reseña

Carlos Ríos, “Ser lo que uno oye”

Sitio Bazar Americano, nº 63, septiembre-octubre 2017

En poco más de medio centenar de páginas, el libro de Lucas Soares (Buenos Aires, 1974) expone dos epígrafes y diecinueve poemas. En el primer epígrafe, John Cage relata la experiencia de haber percibido, en la cámara anenoica de la Universidad de Harvard, la circulación de la sangre y el funcionamiento de su sistema nervioso. En el segundo, Duchamp pareciera desmentir la ausencia de silencio que registra Cage en la cámara, al ubicar el silencio del lado de la luz eléctrica, incluso por encima de ella (pensemos en un Duchamp dedicado a componer para un piano preparado y en las performances sonoras en las que incursionó con Cage).

Los diecinueve poemas, a su vez, podrían dividirse en tres segmentos: un poema introductorio en el que se plantea la experiencia de la escucha dentro del cuarto de silencio; los diecisiete poemas siguientes y su descripción de eso que se escucha; y un poema de cierre, que compara la situación de escucha con el drama de una paloma apoyada en un cable eléctrico. El drama, ahí, como la precipitación de una amenaza que no termina de formularse, frente a un bicho que parece no enterarse nunca de nada (alejado del canto pentagramado de los pájaros, el bucle sonoro que emite la paloma posee una extrañeza vagamente experimental). Así planteados, los diecinueve poemas –textos muy breves, concentrados, desprovistos de puntuación– podrían funcionar como uno solo, pero esto sucede en una lectura inicial; en recorridos subsiguientes, cada poema mueve las cadenas de sentido a su favor al armar una microescena de audición, acaso protonarrativa; el conjunto configura, juguemos, un diminuto y efímero Museo de la Escucha, ya silenciado el mundo exterior. En fin, el libro instituyéndose como una obra de arte ¿conceptual?

Ahora quedan las fisuras, el destejerse del primer silencio. ¿De qué está hecha la materia que se escucha con “los oídos a oscuras”, en “el cuarto/ más tranquilo/ y silencioso del mundo”? Los diecisiete poemas dan cuenta de eso que habita en lo infraordinario –o forcemos los términos al poner un horizonte duchampiano: en lo infraleve– y que de tan cerca no escuchamos (tapiarse es el salvoconducto para no enloquecer). En eso que se escucha el sonido está o hay que imaginárselo: temblores, un picoteo, roce de alas, sudor, vibración, el tema “Time” de Scorpions, un serpenteo, voz de madre, lágrimas, discurso, contorsiones de un pez, etcétera (son veintidós cosas las escuchadas en el cuarto de silencio). En cada escucha hay inminencias de relato o peligro, desempleo, desorden y belleza: “el hormigueo/ de un rayo de sol/ que deja en tu cara/ un tatuaje de luz”.

Aquel “procedimiento de ingeniería” al que alude Cage en el epígrafe, podría aplicarse a los poemas que dan cuenta de diversas escuchas dentro de una aparente insonoridad. Leamos: “el zumbido/ de una puerta giratoria/ y las distintas velocidades/ de la gente/ al empujarla”. ¿Sonidos o imágenes? No hay escalpelo en la lectura que libere una cosa de la otra. El poema, vuelto un artefacto cuyo nombre de pila es “cámara sorda” y liberado provisionalmente de cualquier eco, se dedica a testear el sentido de su propia energía (algo que aprobarían Cage y Duchamp, tan afectos a esas diseminaciones). Otros dirán: a reinventarse. En cada caso, lo que importa vendría a examinar de qué se ha desprendido.

Afianzándose en ejercicios de composición que registran esas excursiones de “los oídos a oscuras”, en el modo de acercar a la página en blanco (sorda) las insinuaciones sonoras que sobreviven, a medias soterradas, el libro de Lucas Soares arrima la pregunta. ¿Qué es ese rastro, huella de qué? ¿Un otro en sí mismo? La ecuación persiste en la paloma unida a su tormento eléctrico y en “el drama/ donde uno se convierte/ en los sonidos que oye”. En el misterio de un reiniciarse –mencionado por Iosi Havilio en la contratapa–, el contrapunto de esa fatalidad.

El efecto del libro bien podría considerarse como un desgarro en la audición. Cada historia tiene, en su origen, un sonido. Eso que no queremos escuchar y que, por fortuna, no escuchamos.

Link a la reseña

Marcelo D. Díaz, “Un drama eléctrico”

Revista Otra Parte, n° 225, 20 de julio de 2017

En el nuevo libro de Lucas Soares predomina un tono epigramático, versos dispersos, breves como esquirlas, que articulan un único poema, juego de contrastes entre sonido y silencio. El mundo, desde esta perspectiva, es una cámara acústica atravesada por imágenes sonoras casi imperceptibles: “un cuarto/ que puede llevarte/ al borde de la locura/ en menos de una hora/ el cuarto/ más tranquilo/ y silencioso del mundo/ donde los oídos/ a oscuras/ llegan a escuchar:/ los temblores/ de tu cuerpo/ apoyado sobre la entrada/ de una obra/ en construcción/ parada”. Lo que se escucha, y lo que se ve, es una secuencia ininterrumpida de escenas que integran en un mismo plano enjambres de palomas, canciones de bandas de los años ochenta, bolsas de supermercado, voces de madres mientras miran televisión por la mañana, carteles maltratados por el paso del tiempo y frases de personajes de la cultura oriental.

La materia de los textos de Soares es la realidad misma y la escritura se sostiene como el tambaleo de un equilibrista en el vacío. El poeta se mimetiza con lo que dice y lo que escucha. El espacio exterior se convierte en una habitación privada, un universo íntimo desde el cual se percibe de manera fragmentada lo real. Hay un doble movimiento, parecido a un bucle, entre la representación mental, el significado de las cosas y las cosas en sí designadas por la lengua. A veces aquello que nombramos no coincide con aquello que nos representamos mentalmente; cuando eso sucede, el resultado del desacuerdo es enigmático y nos obliga a revisar el modo de entender nuestra relación con las palabras.

La lengua aquí es un ojo, sí, pero también es un órgano que traduce sonidos desde un terreno cercano al ruido y al silencio. No sólo se fotografía la realidad sino que se registran los ruidos y los sonidos que acompañan los espacios cotidianos: “el zumbido/ de una puerta giratoria/ y las distintas velocidades/ de la gente/ al empujarla […] un globo/ de hello kitty/ pegado al techo/ de una estación de tren/ perdiendo/ de a poco/ el aire/ de su personaje”. Los versos parecen estar inscriptos en un encuadre óptico, dibujando un paisaje narrado con la visión, como planteaba John Cage; en este caso, el poeta comparte las inquietudes y los desafíos del fotógrafo. No hay momentos epifánicos; todo se sostiene en una línea monocorde y visual donde la subjetividad se funde con los acontecimientos provenientes de afuera en una síntesis de lirismo urbano. Las imágenes sostienen el mundo del poeta. Narran una vivencia desde las coordenadas del aquí y ahora; más allá de los hechos del pasado o del porvenir, Soares escribe desde un presente que reúne distintos ángulos y puntos de vista en una misma enunciación poética.

Para Gilles Deleuze, un libro es como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona o no, y también cómo funciona. Es decir, una suerte de dispositivo de lectura que tiene o no efecto de acuerdo con el modo en que nos vinculemos con él y de acuerdo con nuestras intenciones. En el camino están la intensidad y la emoción, donde no hay nada que explicar, ni argumentar o interpretar, como si entre el lector y el texto hubiera una conexión eléctrica. En esa dirección releo los versos de Lucas Soares como si la electricidad salpicara al lector: “atascado/ en el cuarto/ como una paloma/ en el drama/ de su cable eléctrico”.

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