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Tamara Tenenbaum, “Falta menos que antes”
La Agenda Revista, 27 de septiembre de 2016
Qué difícil es reseñar poesía; pero vale la pena, porque es un mundo tanto más subterráneo y oculto que cada lector que uno le pueda conseguir a un libro de poemas es precioso. Este pequeñísimo libro de Lucas Soares ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes el año pasado. Contiene dos historias, dos cuentos en verso: “La sorda y el pudor” y “Esta cosa y el pequeño emperador”. Aunque quizás “La sorda y el pudor” es más cuento, y “Esta cosa y el pequeño emperador” se parece más a lo que tradicionalmente pensamos como un poema.
Hay un estilo común a ambos textos (la decisión de agruparlos es curiosa y simpática), indudablemente: la poesía de Soares le escapa a los adjetivos, a las metáforas e incluso a las comparaciones, y se vale ante todo de la imagen en su estado más puro. El yo poético está intencionalmente desdibujado: no se propone deslumbrarnos con sus inteligentes paralelos o sus hallazgos poéticos. El yo de la poesía de Soares no parece ser más que un par de ojos que miran frenéticamente en distintas direcciones, particularmente en el caso del primer texto. La diferencia entre ambos, de hecho, reside quizás en ese ritmo, y en cómo se usan los recursos de la poesía para la construcción de ese ritmo: en “La sorda y el pudor” Soares utiliza el corte de verso y el de estrofa para generar un ritmo vertiginoso, una sensación de gira (en el sentido nocturno-drogadicto de la palabra) ininterrumpida, casi de zapping. Una chica embarazada, un psicótico, un director de escuela, Santiago del Estero, Dinamarca; esa multiplicidad de nombres propios, personajes, lugares y acontecimientos se suceden delineando algo que podría ser un cuento, porque es una sucesión de acciones con protagonistas y todo, pero que así como está planteado es aún más puro. La poesía quizás sea literatura en estado puro, en algún sentido, desprovista de la necesidad de articulación de sentido “tradicional” que pide la prosa; y Lucas Soares juega con esta idea, dejándonos de su historia caótica solo la forma, los tiempos, las sensaciones. En “Esta cosa y el pequeño emperador”, en cambio, el corte de verso se utiliza para generar un no-tiempo, un ritmo que es el de los deseos y los pensamientos, un corte sincrónico en la cabeza de un personaje ficticio, o de dos, el pequeño emperador (que vendría a ser el hijo único que tienen los chinos, o quizás cualquiera de nosotros sentados en nuestros tronos de ególatras caprichosas) pero también la cosa. Puede pensarse como los dos usos de la poesía, del blanco de la página: la posibilidad del suceder encadenado sin pausa y la del no suceder nada, la del solamente sentir y pensar.
Solo un recurso clásico (además de la versificación) es protagonista en las poesías de Soares: el estribillo. En ambos casos, la utilización es muy poderosa. En el primer poema, las enseñanzas de Lerma, el director de escuela que le alquilaba una casa a la chica santiagueña, van armando una mezcla de lugares comunes con epifanías tristes. “A Lerma le gustaba repetir/ que de todo hay una industria”, y también “A Lerma le gustaba repetir/ que la memoria/ enchastra las cosas”. Y en el segundo poema, en “Esta cosa y el pequeño emperador”, el estribillo funciona como una especie de lista, de sucesión, de acumulación de cosas que nos va llenando la cabeza de imágenes: “esta cosa es la vieja/ en silla de ruedas/ que maltrata con la vista/ a la empleada que la cuida” (atención también a los pequeños atisbos de rima, como esta AABB, un recurso que se supone viejísimo pero que Soares trae de a ratos con más ternura que ironía), “esta cosa es la pirotecnia/ de un sueño que al despertar/ es agua estancada”. La búsqueda de Soares podría ser un poco la de la poesía al desnudo: solo quedan los versos y las repeticiones, la no búsqueda de sinónimos, esa diferencia abismal con la prosa, o más bien, con la escritura periodística, académica, en la que la repetición es pecado y no canción.
Siempre es extraño leer poesía “ficcionada”, poesía que no es del yo, que no opera en algún nivel a partir de la empatía. Pero en estos pequeños cuento-poemas de Lucas Soares hay emoción: hay desolación, hay melancolía, hay la búsqueda de una redención en un mundo que no tiene colores, que por eso no tiene adjetivos. Soares quizá nos venga a querer contar, en chiquito, ni “demostrar” ni “proponer”, que incluso en un mundo de metal y de cosas muertas se puede inventar la belleza.
Juan Laxagueborde, “La sorda y el pudor”
Revista Otra Parte, n° 182, 22 de septiembre de 2016
Encontrar un índice para medir las esencias es la actitud de fogonazo con la que Lucas Soares escribió un libro brillante y desalentador. No es una contradicción: el desaliento tiene un lado liberador y las esencias se pueden medir. Las esencias pesan, tienen volumen, hablan ¿cómo no? No hay manera de descartar una última esencia que sostenga todo lo demás. En el fondo del fondo hay las risas de las esencias, que son sirenas, bibliotecas, sangre, fraternidad, fastidio, errancia, trabajo esclavo en forma de objetos y así un ejemplo por cada pedazo de mal que se haya astillado de la historia de todas las personas que habitamos este mundo en algún momento buscando darle forma a una Comunidad y terminamos atados a los maleficios de la pobre Población. La poesía es acá la encargada de no decir nada sino más bien vivificar las paradojas de que cuanto más ajustada la maquinaria, más cerca de alcanzar su declinación. La poesía experimentando lo que está por explotar.
La poesía se anima, entonces, a decirle mentira a la verdad y destacar ese hechizo a través de materialidades. Las personas, si no somos materia, estamos descompuestos por ella, que mal o bien nos anima. En un primer movimiento, Soares colecciona un elenco como de antología: el sórdido, la sorda de un idioma cuando se cierra sobre sí, el que espera, la que reincide –que es otra forma de la espera y de la sordera–, el que ofrece y molesta, el que apesta: “a Lerma le gustaba repetir:/ el que pone las condiciones/ manda”. En el encanto de personajes sometidos al mundo va en coche al muere la humanidad, no la Humanidad, de todo el mundo. Hasta acá el libro era un entretejido imaginario (caótico) entre un hombre sentado en la sala de espera de un banco y una inmigrante santiagueña perdida en sí dentro de un país nórdico, apenada. Pero en este punto el libro se corta a la mitad y vuelve a empezar, como si fuera un capítulo espejado. Ahora hay dos personajes en forma de invento: “una cosa” que marca o destruye la forma de otras cosas y “el pequeño emperador” caricaturizado que impera honrado por su propia bobera. Esa misma cosa tiene el don de cincelar el sueño, la pileta del baño, el mar, nuestro yo, la soga para una red, la calentura incestuosa. Todo eso, todo eso. El pequeño emperador no es una sino varias cosas en forma de un ejército de emperadores, desde el que vive de rentas hasta el desahuciado.
Las candilejas que son las estrofas están dispuestas en el libro a la manera de dos líneas de alta tensión mediadas por un considerable espacio en blanco, escapando a la abulia, amando la energía. La lectura zigzaguea, sube, baja, se comporta a modo del lector clásico que también se marea. Esas dos paralelas hechas de sensaciones –esto es, entonces, de cosas– tienen forma de versos para justificar la poesía, pero podrían ser un canto oral, espasmódico y deliberativo del siglo XXI que le cante al mundo no desde el púlpito ni desde el banquito del ciudadano liberal, sino desde su contrario, un no-púlpito donde el decidor se encuentre hundido, con medio cuerpo dentro de la tierra y la otra mitad, su otra mitad, de donde sale la voz y desde donde respira alentando a una especie de llamada de atención, alcanzándonos a todos. Bajarían estas verdades verdaderas: la vida es “esta cosa” y “‘esta cosa’ es el recuerdo/ de una corrida entrecortada/ por el dolor del bazo”. No hay más, así de rápido pasamos.
“La poesía, en cualquier presente, va a ser un género del futuro”
Entrevista de Dolores Pruneda Paz para Télam cultura, 30 de julio de 2016
La sorda y el pudor, nuevo poemario de Lucas Soares, ensayista, poeta y filósofo que trabaja en temas de divulgación, es una historia coral de amor, extrañeza y azar, que se completa con “Esta cosa y el pequeño emperador”, extenso poema que parece revisitar con imágenes desordenadas años de infancia y juventud.
El volumen editado por Mansalva es un díptico que Soares (Buenos Aires 1974) pensó “como los libros o historietas que presentan una aventura seguida de otra” y el título original, demasiado extenso para la portada, fue recuperado en la página anterior a los poemas donde se lee: “La sorda y el pudor” seguido de “Esta cosa y el pequeño emperador”.
Se trata de dos poemas narrativos independientes, relacionados de manera sutil: a partir del trabajo simultáneo, la estructura, la aspiración a que puedan leerse como un álbum de fotos y cuestiones que se le escapan al autor pero que si las comprendiera, advierte, sería una calamidad, porque “la incertidumbre es parte de lo poético”.
Filosofía zen, el crimen de un docente, un psicótico que da título al poemario, una santiagueña esperando parir en Copenhague… estos poemas “son materia sacada de la realidad y enhebrada de manera totalmente ficcional”, dice a Télam el ganador del Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes 2015.
Del libro (parte uno): “el televisor/ pasa imágenes de un hombre/ que murió poco después/ de que le cayera encima una mujer”; “nadie se toma el trabajo/ de mirar hacia arriba/ para anticipar la caída de eso/ que te cambia la vida/ antes de encontrar el piso”.
De la segunda parte: “‘esta cosa’ es el mantel de plástico/ floreado con agujeros de colillas/ por los que mirás/ las piernas de tu hermana”; “cuando al pequeño emperador le preguntan si es de leer/ dice que es más de las cosas”.
También investigador de Conicet, hace unos 15 años que Soares dicta un curso de arte y filosofía en el Centro Cultural Ricardo Rojas y es docente en la carrera de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Este es su sexto poemario: comenzó en 2005 con El río ebrio (Paradiso), al que siguieron El sueño de las puertas (Alción), Mudanza (Paradiso), Roña (Vox) y el premiado El sueño de ellas (Bajo la luna).
Hijo de Norberto Soares (1944-1999), el autor del emblemático libro de cuentos Gente que baila, a su padre le debe lecturas tempranas de poetas como Arthur Rimbaud y la familiaridad con el mundo de la escritura.
Télam: ¿Cómo es tu vínculo con la literatura?
Lucas Soares: Escribo desde los 15, pero mi primer libro lo publiqué a los 32. Hubo mucho descarte en el medio hasta encontrar algo que realmente sintiera mío y de la adolescencia no quedó nada. El sueño de las puertas es el único libro que contiene algo de esa primera búsqueda, más lírico que los demás y cronológicamente raro porque salió después del segundo que publiqué, El río ebrio, donde ya se lee esa poesía narrativa que marca al resto.
T: ¿Dónde se cruzan el filósofo, el divulgador y el poeta?
LS: Quizá en la arquitectura del poema, para mí siempre tiene que haber algo conceptual que organice el material. No me gustan los libros de poesía sueltos, como si fueran fotogramas dispersos, en mi caso tiene que haber una película, una especie de novela detrás. El río ebrio es la relación de un hijo con su padre, un hijo que escribe con la escritura y el alcoholismo de su padre; Roña es una telenovela poética que parte de un texto de Alberto Migré; El sueño de las puertas lo construí en torno a las puertas del sueño de Homero y Virgilio; Mudanza es el impacto de las separaciones de una madre en las separaciones espaciales y afectivas posteriores del hijo; y El sueño de ellas son tres chicas que sueñan, Noe, Pola y Li, lo armé en torno a tres universos oníricos femeninos.
T: ¿Cómo trabajaste este nuevo poemario?
LS: En verdad se llama La sorda y el pudor, seguido de Esta cosa y el pequeño emperador; son cuatro elementos –la sorda, el pudor, esta cosa, el pequeño emperador– distribuidos en dos partes y trabajados en conjunto. La primera parte es una historia coral hecha con materia sacada de la realidad y enhebrada de manera ficcional. La segunda trabaja a modo de loop en dos direcciones: la forma en que los maestros zen llaman a la mente, “esta cosa”, y cómo le dicen en China al hijo único, “el pequeño emperador”. Me gustaba mucho la idea de que el poeta es esa cosa que dice. Los maestros zen le dicen a la mente “esta cosa” y la mente es eso en lo que se posa la vista, entonces hay una cosa deíctica en que la mente es esta cosa que estoy viendo y el poema es esto que estoy señalando. A partir de esos datos se arma toda la serie que dialoga con la primera de manera enigmática, hay algo en ese cuarteto que no llego ver y eso está bien porque así funciono en la poesía, si lo entendiera la embarraría.
T: La imagen tiene una presencia muy potente en tu trabajo.
LS: Soy medio fan de la imagen; me interesa la dimensión narrativa y fotográfica de mis poemas, pensar los libros como álbumes, que se lean como ensayos fotográficos y literalmente tratar que vos veas eso. Con el tiempo me fueron interesando William Carlos Williams, los objetivistas, Francis Ponge, Raymond Carver… esa poesía cruda y fotográfica de los norteamericanos que puede trabajar sobre elementos ordinarios que no son poéticos, ocuparse de cosas que supuestamente no tendrían ningún valor estético.
T: ¿Este registro supera el canon personal?
LS: Nuestra generación mira a esos poetas, a los beatniks y a Charles Bukowski inclusive. Yo me pregunto por qué la gente tiene más afinidad con la narrativa que con la poesía. Estamos en la época del fragmento, el hipervínculo y la imagen, que es la época de la poesía si querés, pero sigue siendo un género muy esotérico, alterno. Supongo que es cultural, en secundaria no tenés problemas con Cien años de soledad. Si te dieran autores contemporáneos, con temas más cercanos y distinciones reconocibles, creo que hoy la poesía sería más popular. Me parece que García Lorca o Góngora tendrían que ser un resultado. Trilce, de César Vallejo, es como el Ulises del género, comenzar por ahí es como querer entrar a la narrativa por Joyce.
T: ¿Creés que esto podría cambiar?
LS: Tal vez se precisan otros paradigmas para que la poesía deje de ir en carroza cuando la narrativa va en fórmula uno. Este género requiere de algo iniciático, el mundo que lo rodea es más tribal, más artesanal y críptico, tiene otras formas de registro y quizá por eso nunca va a dejar de pertenecer a un circuito alternativo. Y es difícil bancarse no entender, nuestra cultura no promueve que te banques la incertidumbre pero hay algo en el orden de la poesía que te somete a aceptar que no entendés, en el buen sentido, el de ver qué pasa en esa latencia. La poesía, en cualquier presente, va a ser un género del futuro.