La Agenda Revista, 4 de octubre de 2019

En una ficción autobiográfica, La médium, Lucas Soares aborda la figura de su padre, escritor y periodista, que escribió un solo libro e hizo escuela.

 

Una noche, desde un colectivo, vio a su padre parado frente a la vidriera de una vinoteca y después dentro del negocio. Bajó y se quedó en la calle para simular un encuentro casual. Se escondió en una farmacia que estaba al lado, pero cuando salió el padre ya no estaba. Recorrió la manzana, fue y volvió. Como en un sueño, el padre había desaparecido.

Lucas Soares relata la experiencia en un texto de su último libro. El origen de La médium, un nuevo giro en su novela familiar, podría encontrarse en la necesidad de reparar ese desencuentro. La búsqueda del padre, el alcohol y las ensoñaciones nocturnas conforman la trama de una ficción autobiográfica desplegada en torno a una presencia fantasmal, aquella que puede garantizar una intermediaria con el más allá: el espíritu de los muertos, su voz.

Como los libros anteriores de Soares, La médium está conformado por partes relacionadas entre sí según una lógica narrativa y conceptual. La primera, “Dandy”, como el nombre del bar donde desayunaba con el padre, contiene una serie de textos en prosa que evocan la figura paterna y también, en segundo plano, a dos amigos de la pubertad, Lole y Hugata. Los personajes retornan en la segunda parte, que lleva el mismo título del libro, en este caso a través de un conjunto de poemas. El hilo conductor es esa figura que no se nombra, que se da por sobreentendida: el escritor y periodista Norberto Soares (1944-1999).

“A veces, pienso en Norberto Soares, puede ser una música en la ciudad o los tonos de la prosa del libro que estoy leyendo o la figura vacilante de alguien que se aleja en la noche”, escribió Ricardo Piglia en el prólogo a la reedición de los cuentos de Gente que baila, el único libro publicado por Soares. El retrato mítico tiene otra versión más desarrollada en un capítulo de Black out, donde María Moreno lo describe como “dueño de mesa en la calle Corrientes, alguien que acaparaba la conversación con una seguridad total”, influyente crítico de libros en la revista Primera Plana y escritor de una obra postergada, secreta y en definitiva inconclusa.

Prototipo del genio oral, aquel que deslumbra con su conversación pero nunca llega a la escritura, Norberto Soares persiste en las memorias recientes como un periodista que ayudó a muchos escritores y anticipó un canon de lecturas actual. La historia de su intervención para lograr la publicación de La obsesión del espacio (1972), el primer libro de Ricardo Zelarayán, es ejemplar de su estrategia: Soares le dedicó dos páginas de la prestigiosa revista en la que trabajaba al libro inédito de un autor desconocido, y la nota exigía que un editor se hiciera cargo del texto, lo que ocurrió poco después. Y a la luz de la biografía la anécdota también puede ser reveladora de su estatuto como escritor, porque Soares pudo observar su propia imagen en la de Zelarayán, el escritor sin obra, el que perdía o abandonaba sus propios textos, el escritor que finalmente se desentendía de las condiciones y los requisitos del mundo editorial.

En la misma clave pueden comprenderse sus referencias a Miguel Briante, uno de los escritores a los que ayudó, un leit-motiv de su conversación y también su opuesto, porque si Soares encarnó también al autor tardío, aquel que publica mucho después de lo que supuestamente corresponde por la cronología, Briante llegó “demasiado temprano”, según una de sus anotaciones, y en un sentido le hizo de espejo, como recuerda Lucas Soares: “Desde muy chico, mi padre me hablaba de Briante. En su relato era una especie de personaje literario, que adoptaba diferentes figuras (…) Pienso que para él hablar sobre Briante era una forma de hablar de sí mismo”.

Gente que baila tuvo su primera edición en 1993 “y como suele suceder, pasó poco”, escribe María Moreno. Los comentarios sobre la reedición póstuma (2013) coincidieron en cambio en el reconocimiento y también en el pesar por el hecho de que Norberto Soares no haya completado su proyecto como escritor. Como si lograr un libro extraordinario resultara insuficiente, o como si no hubiera una obra en el trabajo periodístico que dejó disperso en infinidad de publicaciones.

Pero escribir fue también un compromiso cumplido a medias. “Cuando mi padre entraba en sus largas temporadas de bloqueo creativo, por las que solía deprimirse, yo le hacía prometer que cuando me fuera a dormir él se pondría a escribir”, recuerda Lucas Soares en La médium. Al despertar, en medio de la noche, escuchaba al padre hablar por teléfono con viejas amigas, ex novias o amantes, a quienes les leía los comienzos de cuentos que no llegaban a tener final, “y me acostaba pensando que no cumplía con su promesa”. Norberto Soares tomaba notas en cuadernos marca Gloria, que Lucas Soares abría al azar, leía –“aunque por lo general no entendía su letra, me daba cuenta de que en esos cuadernos él apuntaba frases, ideas y sobre todo comienzos de cuentos”, dice en La médium– y donde también escribía, al agregar comentarios en el margen. Según lo que cuenta y lo que escribe Lucas Soares, la transmisión de padre a hijo fue de libros –los libros con el sello “servicio de prensa” que iban a parar a los puestos de libros usados y también los libros de la biblioteca paterna que guardaban notas traspapeladas, pequeños tesoros–, de lecturas –Gombrowicz, Thomas Bernhard, recomendados a un hijo de 15 años– y también de una palabra “que dejaste/ pendiente en mí”, como escribió en El río ebrio (2005), su primer libro de poemas.

El parentesco entre la literatura de Lucas Soares y la de Norberto Soares puede reconocerse en el privilegio concedido a la construcción de los personajes por encima de las tramas, y en la escritura pensada (o por lo menos practicada) como implosión de una novela. Al reconstruir el origen de El río ebrio, Lucas Soares recupera una revelación durante el velatorio de su padre: “En una pausa del desfile interminable de “lo siento mucho”, paso por la escalera mecánica del velatorio y me veo reflejado en el espejo que la enmarca –cuenta–. Mientras me miro escucho la voz de mi padre decir “no vinimos a hablar de mí”, una frase que él solía repetirme ofuscado cuando íbamos a cenar y yo le sacaba el tema de mi preocupación porque estuviera tomando tanto”. En La médium, la voz del padre dice otra cosa: “I´m back”, una frase tomada de la película El color del dinero que usaba como una expresión de felicidad.

Lucas Soares dice que quiere escribir libros que sean como álbumes de fotos, y las fotografías son un tema de La médium: las que descubre en la casa de un amigo de la infancia y sobre todo las de padre e hijo, tomadas por un fotógrafo para quien son su experimento literario y los hace posar junto con máquinas de escribir. La estructura del libro tiene además un apoyo fuerte en el aspecto visual, tanto que podría leerse también como una colección de imágenes potentes, cargadas de significación: el almohadón que el padre arroja al pozo de aire y luz del edificio donde vive y el hijo observa mientras se pudre; el tic nervioso en la mirada del padre; un murciélago “colgado del aspa del ventilador/ como una pequeña momia invertida”.

Entre esas imágenes hay una transfiguración del padre. En una noche fría, dos taxis quedan apareados y del otro lado de la ventanilla aparece por un momento el rostro del padre: “enfrentados/ la respiración de cada uno/ empaña los vidrios/ y nos perdemos de vista”. Porque hay un punto en el que cada uno, finalmente, hace su camino.

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