Espacio Murena, 23 de marzo de 2020

Una escena se repite en La médium: niños, púberes, adolescentes, que miran un desecho desde el balcón. Un almohadón, un libro, una bolsa con un animal muerto. La persistencia de lo desechado y sus distintos destinos. La escena es impúdica; los niños, púberes, adolescentes, espían lo desechado y, así, no lo dejan ir. La distancia que la altura impone les da la impunidad de la contemplación y, a la vez, los magnetiza. Magnetismo no como unión, o sí, pero como unidad que da el desapego. Ese espacio que da la distancia –el espacio entre la infancia y los desechos, ese espacio con lo que se repele– los cautiva y los mantiene atentos. Es que el descubrimiento infantil de los imanes se fascina más con la repelencia que con la atracción. La vivencia de lo inacercable es mucho más lúdica y morbosa que la de la inevitabilidad del contacto, pues ya no se trata de acción a distancia, sino que la distancia misma es la acción.

La médium no es otra cosa que la poetización de la narración de esa distancia magnética. El texto mismo propone la hipótesis de la atracción por la distancia infranqueable que da la oposición de los polos idénticos, el magnetismo negativo: “un viejo imán / con un dejo de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”. La identidad de los imanes los aparta, aunque el desgaste de uno de ellos permite una cercanía mayor. Pero la clave de la poetización está en la conciencia de la distancia, por eso la repetición de esa imagen del balconeo contemplador de lo perdido.

La médium se distancia así de El río ebrio, aquel otro poemario de Lucas Soares atravesado por el tema de la ausencia/presencia paterna. Catorce años después de aquel libro dedicado a su padre Norberto, Soares vuelve a lidiar con su espíritu, el cual, dice, “…se me presentó / a través de ella”. La irrupción años atrás del extraordinario Black out de María Moreno hacía pensar en cómo habría leído Soares aquella crónica en la que son centrales los relatos en torno a la figura de su padre Norberto. No cabe duda, ahora, de que esa lectura devino en este nuevo abordaje poético. La médium es, así, María Moreno, quien cierra el libro con el texto de contratapa. Es a través de la médium Moreno que La médium ajusta cuentas con El río ebrio. El ajuste es una operación de tramitar la distancia tematizando la distancia (de habitación a habitación, de auto a auto, de la farmacia a la licorería). El tiempo que ha pasado permite enfocar el espacio infranqueable que une a padre e hijo a través de un relato de caída, como el del almohadón fetiche. La contemplación de la caída que la médium provee es lo que instaura ese “aire magnético”.

La distancia entre La médium y El río ebrio –la que narra los nuevos ojos del hijo al contemplar al padre, ahora caído, desde la distancia que da ver, ahora, desde la altura de la adultez definitiva– se ejerce a través de una serie de desplazamientos en el registro. Del tecleo viril (con “dedos gordos”) de la máquina de escribir (que en La médium solo aparece en la lejanía de una fotografía), a los cuadernos manuscritos y, finalmente, a la voz impotente en el teléfono. Del padre “ebrio” al padre “borracho”. Y, sobre todo, de la dignidad de la copa de vino, a la obscenidad del vaso de whisky. El whisky es el conjuro a través del cual la médium Moreno le planta al poeta el espíritu gastado del padre distante. El whisky que apenas era metonimizado en El río ebrio a través de la imagen de “los cubitos”, para ser ocultado detrás del vino que permitía la imagen de un río vital, ahora, en La médium, está en el proscenio de la escena como sinécdoque de la caída.

Sin embargo no todo lo caído corre el mismo destino. El almohadón (fetiche de la idealización del niño) se pudre; el murciélago (figura de la amenaza de la sombra hamletiana del padre) confirma su muerte al, finalmente, no salir de su bolsa mortaja. Pero el libro (lo que queda escrito) es reciclado, salvándose de un destino de deterioro y olvido. El libro es, a su vez, “el libro de los Testigos”; claro, como la médium Moreno que con su propia escritura encendió la llama del hijo.

Lo extraordinario de La médium es que, a la vez que el relato de la acción de esa presencia distante “con un resto de atracción”, es, como no puede no ser frente al descentramiento paterno, un relato de amistad, de la barra de niños, púberes, adolescentes que comienzan a configurar sus propias “grutas mentales” y se deleitan haciendo caer, “como fichas de dominó”, los apegos familiares. Si en El río ebrio la imagen es la del niño junto al padre en el bar a la espera de que se termine el vino, en La médium la escena en la que el padre, a lo lejos, apenas respira sus palabras de sonámbulo borracho de whisky, se completa con la del hijo en compañía de la banda que encuentra su propia voz.

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