Cuaderno Waldhuter, 6 de mayo de 2020

Entregarle la vida a la literatura. Sea lo que sea que el enunciado signifique, varias veces me escuché repitiendo la frase que fue pasando por la boca y las manos de escritores que nacieron en el siglo XX, como un canto rodado que atesoramos en el escritorio y con el tiempo olvidamos por qué lo hacemos. En esta línea vital o suicida, todas las decisiones que hacen a una vida –laborales, geográficas, formativas y un largo etcétera que incluye amores y amigos– las fuimos tomando con un único y quizás equívoco objetivo: escribir.

Tal pulsión, al menos en mi caso, la fui sosteniendo con una certeza epifánica que se fue endureciendo desde la adolescencia hasta la actualidad: Si dejo de escribir no tengo chance de acercarme a eso que, a falta de un nombre preciso, llamamos felicidad. Hacerlo, vale aclarar, tampoco me lo garantiza, pero eso ya depende de otros asuntos que no es necesario tratar acá. Por su cualidad de irreversible, supongo, la decisión más trascendental que me costó tomar fue la de tener un hijo o no. Cada vez que me encontraba con amigos escritores, luego de hablar de lecturas, de contarnos novelas que no estamos escribiendo o de preguntarnos qué hacer con personajes que tenemos parados en el medio de la calle, les preguntaba –si tenían hijos– cómo hacían para escribir. En otras palabras, me desvelaba saber qué espacios propios mantenían, cómo protegían su tiempo, qué lugar ocupaban los hijos en su literatura.

La literatura argentina nos ofrece varios modelos de paternidad; entre tantos señalo dos antagónicos. Por un lado, la figura de Piglia que recomendaba escribir por afuera de todas las instituciones, incluso de la paternidad. Por el otro, el modelo Fogwill que, para burlarse de la recomendación de no tener hijos para escribir, decía que le daba “horror” imaginarse a un tipo poniéndose un forro todas las noches “para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora”. Fogwill sumando todas sus temporadas de progenitor alcanzó a tener cinco hijos; sin embargo, en palabras de Vera, su hija, su alardeada fecundidad se sostenía con aquello que criticaba: la puerta cerrada para que sus hijos no entren a jugar. Dice Vera en una necrológica en Radar: “Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento.”

En su último libro, La médium, el poeta Lucas Soares ensaya otro modelo de padre-escritor en donde ambas actividades conviven, se mimetizan, se vampirizan e implosionan en un mismo espacio. Lucas es hijo de Norberto Soares, uno de los escritores de la troupe de la avenida Corrientes compuesta por Miguel Briante, Jorge Di Paola y María Moreno. Un autor fantasmal, asociado a la bohemia porteña de la segunda mitad del siglo XX, que tras pelear contra sus propios fantasmas publicó un solo libro, el maravilloso volumen de cuentos Gente que baila reeditado en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia.

En la primera parte de La médium, la voz narrativa de Lucas describe una puesta en escena, una foto que construye un compañero de redacción de su padre, en donde le pedía a Lucas que se siente sobre Norberto y ambos a la par tecleen sobre una máquina de escribir. La imagen solo existe con su cualidad de ilusión, como la representación de algo que no fue pero, a la vez, concentra posibles formas reales o ficticias de esa relación. En el recuerdo del autor, escrito con una lírica condensada y entrañable, se convierte en una imagen verdadera; un deseo retrospectivo que por un instante ilumina un modelo de padre-escritor que abre la puerta de su estudio para generar un encuentro único, una comunión entre padre, hijo y literatura. En La médium, el niño Lucas es testigo del caos que digita su padre, de las llamadas telefónicas con mujeres que lo rechazan, de la suma de botellas vacías, de la frustración del escritor que solo escribe comienzos de cuentos que poquísimas veces continúa. El misterio que el autor va macerando en el libro, no es el del niño que se queda del otro lado del espejo elucubrando vidas posibles de su padre. Por el contrario, el padre lo adosa a su vida como si fuese un elemento más, algo que no necesita un trato ni una dedicación exclusiva o particular; un modo de paternidad donde el cuidado se invierte y cae en manos del hijo: “Cuando mi padre entraba en sus largas temporadas de bloqueo creativo, por las que solía deprimirse, yo le hacía prometer que cuando me fuera a dormir él se pondría a escribir”, escribe Lucas Soares.

La figura del padre-escritor que se ensaya en La médium tiene varios puntos de contacto con la que Mauro Libertella arma en Mi libro enterrado sobre Héctor Libertella, su padre. En la superficie de ambos libros se observa la elección de la forma breve y la precisión poética, el peso de ser hijos de escritores reconocidos, la inversión de roles de cuidados entre adultos infantilizados y niños-jóvenes que asumen responsabilidades de adultos no por elección propia. Pero sobre todo, brilla la posibilidad de la escritura como una herencia –voluntaria o no– que ambos padres les dejan a sus hijos; un puente de vigas flojas que tienden para encontrarse cuando ya no los puedan abrazar o esquivar en un licorería, como sucede en una imagen gris y desoladora en el libro de Soares. Escribir para ambos hijos es encontrarse con fantasmas: la literatura como médium. En la segunda parte del libro, Soares cambia el registro narrativo por una voz poética, dando lugar a imágenes oníricas, fragmentarias que, leídas en conjunto, dan cuenta del desencuentro entre padre e hijo por otros medios. Así Soares despoja a la literatura de cualquier sesgo terapeútico o psicoanalítico. Tanto en prosa como en versos, parece decirnos que aquello que está roto no podrá recomponerse mediante la literatura.

Nuestra generación ha escrito demasiado sobre los padres (sin ir muy lejos, en mi último libro, Biografía y Ficción, se mata al padre tres veces, en tres cuentos diferentes, ¡de tres modos distintos!), pero poco hasta el momento sobre nuestro hijos o, mejor dicho, sobre el modo de paternidad que vamos a ensayar en tiempos que aspiran a relaciones más igualitarias. Si cambian las formas de vincularnos con nuestros hijos y, sobre todo, la equidad de tareas y responsabilidades, ¿cómo pensamos la paternidad los escritores contemporáneos? Experimentar ese nuevo lazo afectivo, ¿cambia nuestra literatura?

Es un misterio cómo puede tocar la paternidad la obra de cada escritor. En su último libro, Cameron, Hernán Ronsino volvió a la forma breve y a explorar con acierto voces ajenas a su universo. Cuenta que no hubiese sido escrito sin la presencia de su hija, con las demandas propias de la relación, en un departamento mínimo que habitó en una residencia en Zurich. Algo similar plantea Francisco Bitar, cuando dice que los cuentos de Acá había un río lo escribió con su primera hija a upa, en un cuaderno, a mano, asumiendo en su estética las condiciones materiales que fomentaron su poética concisa, sinóptica y personal. Por mi parte, recién llevo un mes bailando la música de la paternidad. Este texto es lo primero que escribo, en los intersticios del sueño, de la noche recuperada, de la siesta infinita de la cuarentena. Aún no puedo identificar qué me sucederá como escritor, ni en qué modelo de padre-escritor voy a decantar. Sin embargo, en estos días empecé a percibir cierta transformación en los manifiestos internalizados. “Entregarle la vida a la literatura” se transformó en una piedra pesada, horadada con la alienación sacrificial que ahora no me interesa corresponder. En todo caso, pienso, mientras tomo apuntes en un cuaderno con mi hijo en brazos, que, de acá en más, elijo entregarle la literatura a la vida, sea lo que sea que esa frase signifique.

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